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Cuando los romanos tomaron la decisión de quedarse en las áreas antes cartaginesas de la Península Ibérica, después de la segunda Guerra Púnica, su lengua llegó con ellos; y desde entonces, esta lengua era la única que tenía aquí el prestigio sociolingüístico. Con la siempre impresionante excepción del vascuence, las otras lenguas ya habladas aquí, las ibéricas, púnicas y célticas, desaparecieron antes del período final del Imperio Romano seiscientos años más tarde. Es posible que los visigodos hayan hablado aún su lengua gótica cuando llegaron por primera vez, en ese siglo quinto, pero parece que ya hablaban entonces también la lengua imperial, y dejaron caer su lengua gótica antes del siglo siete. Desde entonces, si por el momento no hacemos caso del vascuence y del árabe, las lenguas habladas por los indígenas de la Península han sido una forma evolucionada de aquella lengua introducida por los romanos. Han cambiado muchos de sus rasgos lingüísticos desde entonces, claro, y a veces han sufrido cambios distintos en regiones distintas; pero todavía sobrevive una cantidad de rasgos sin cambiar, o al menos sin cambiar mucho, desde la época imperial, de modo que resulta completamente sensato decir que las lenguas habladas por los que ahora viven en la Península son versiones tardías de esa misma lengua traída por los romanos, de la misma manera que el griego moderno sigue siendo el griego aunque haya cambiado bastante desde el griego antiguo; y podemos estar seguros de que el castellano, el catalán, el portugués, el gallego, etc., no son formas evolucionadas de ninguna de las otras lenguas prerromanas de la Península.
Los cursos universitarios, y los manuales universitarios, que tratan de la Historia de la Lengua Española, suelen iniciar esta historia con la llegada de los romanos. Ralph Penny, por ejemplo, menciona el hecho de que el español es una lengua indo-europea, pero la primera fecha que incluye Penny en su lista de fechas (Penny 2002: 1) es la del año 218 antes de Cristo, cuando llegaron las tropas romanas. Y tiene plena razón en hacer así, precisamente porque existe esta línea diacrónica de evolución continua desde entonces hasta hoy; y las lenguas prerromanas no se incluyen en esta línea, aunque hayan existido aquí antes. Pero si miramos la evolución interna de la lengua, sin interesarnos ni por la historia ni tampoco por la sociolingüística, tendremos que concluir que no es nada más que arbitrario proponer esta fecha, del año 218 antes de Cristo, como el inicial punto de arranque del castellano. Esto es, que no podríamos fechar ningún cambio interno específico a este año. Es verdad que luego cierta koineización debe de haber resultado de la mezcla de dialectos distintos llegados de Italia, y este proceso debe de haberse visto durante las dos generaciones que seguían a la colonización que se inició en esta fecha; pero los detalles internos de tal proceso no se podrían reconstruir ahora, creo, de la magnífica manera que los acaba de reconstruir Donald Tuten para iluminar la koineización del castellano medieval (Tuten 2003).
Empezando en esta fecha, más bien que en ninguna época anterior, parece también natural por el hecho de que el nombre de la lengua moderna, español, se ha escogido por razones geográficas; y resultaría algo extraño emplear ese nombre para una etapa de la lengua que precedió su adopción general en Hispania. Este instinto natural ha tenido la consecuencia un poco desafortunada de que los romanistas que se especializan en regiones distintas de habla románica inician su historia en época distinta, debido a la relativa cronología de la colonización romana. Los especialistas de la historia del romance italiano no ven ningún inconveniente en investigar sucesos y cambios lingüísticos que tomaron lugar bastante antes de esa segunda Guerra Púnica, ya que esa guerra no tiene tal importancia sociolingüística en Italia; esto se puede ver, por ejemplo, en las obras de Ernst Pulgram (p. ej. 1958), y en algunos de los estudios que forman parte de la colección La preistoria dell'italiano editada por Anna Marinetti y ]ózsef Herman (2000); tales cambios y sucesos "prehistóricos" no nos parecen pertinentes a los hispanistas, y a lo mejor ni siquiera nos damos cuenta de que tal decisión es algo arbitraria. Pero aun si solemos iniciar la relación de la lengua española hacia finales del tercer siglo antes de Cristo y nada antes, debiéramos reconocer que ya en esa época la lengua tenía una historia mucho más larga desde la época del proto-indoeuropeo (de cuatro mil años antes) que la que ha visto después (poco más de dos mil años); y que tenía, en esa época igual que en todas las otras, un carácter dinámico, fluido y variable.
Siempre cambiaba. Esa lengua no era una entidad estática. Ninguna lengua se mantiene inmóvil. Quizás a veces se saca la impresión desde las gramáticas normativas de que una lengua dada se haya fijado, preservado, concretado; tales impresiones son espejismos, nada más. El habla de los últimos dos mil doscientos veintiún años ha sido siempre una entidad colectiva, dinámica, viva, variable según la geografía, variable según los contextos sociales, variable a medida que avanzaban los siglos, e imposible de fijar concretamente sino por las reglas normativas artificiales de la escritura; y que por eso se refleja sólo en parte en los testimonios escritos. La lengua de los romanos, igual que la lengua de toda civilización, era el vehículo de pensamientos e ideas de todos los tipos, desde los técnicos hasta los líricos, desde los religiosos hasta los obscenos, desde los efímeros hasta los de gran peso, desde los meramente administrativos a los imaginativos.
Siempre se han visto cambios diacrónicos en esta lengua, tanto antes de la llegada de los romanos en la Península como después. Se puede datar un cambio específico sólo de una manera muy aproximada, aunque algunos romanistas franceses han intentado valiosamente datados de una manera muy precisa; p.ej. Georges Straka (1979) y François de la Chaussée (1987, 1992); pero los cambios lingüísticos ni son ni podrían ser instantáneos, con la posible excepción de la adopción de nuevo vocabulario. El hispanista inglés Chris Pratt, por ejemplo, solía decir que había fechado la adopción castellana de la palabra inglesa streaking a una semana específica del mes de septiembre de 1975 (cp. Pratt 1980); pero un cambio tan rápido no se podría vislumbrar antes del siglo XX, y aun entonces sólo en el vocabulario.
Una razón por la que la mayoría de los especialistas de la lingüística histórica han dejado de intentar atribuir un cambio a una fecha concreta es que ya nos damos cuenta de que lo que solemos llamar "un cambio" lo constituyen en la realidad dos fenómenos distintos (o tal vez más de dos). El primer fenómeno es la llegada del rasgo nuevo, y el segundo es la desaparición posterior del rasgo viejo. Al llegar se encuentra en seguida en rivalidad con el rasgo que ya cumplía esa función antes. Por ejemplo, cuando la pronunciación amáis ([a-májs]) llegó a oírse por primera vez en Castilla durante el siglo quince, se encontró desde el principio en competencia con la forma anterior amades ([a-má-δes]); y cuando se dijo por primera vez la forma del futuro perifrástico vaya cantar, éste así entró en rivalidad con la forma sintética cantaré. El caso de streaking no es así, ya que llegó a la vez el concepto y la palabra, y la nueva palabra se adoptó como la etiqueta del nuevo concepto; pero existe la rivalidad de este tipo también durante la mayoría de los cambios léxicos.
Hay varios ejemplos bien conocidos de cambios de este tipo en la historia del léxico románico; uno de ellos trata de las palabras que se usaban para referirse a los caballos. Mirando retrospectivamente por la historia, solemos decir que ha desaparecido la palabra equus y la ha sustituido el elemento léxico caballus, el étimo de las palabras modernas caballo, cavallo, cheval, etc. Los caballos, y el concepto del caballo, seguían iguales durante todos estos siglos, claro está. Pero éste no ha sido un fenómeno unitario y sencillo. Si miramos los datos textuales que nos han proporcionado los escritores del primer milenio después de Cristo, sobre todo los glosarios (cp. Wright 2002: 2423-24 y 2003: 227), vemos que durante una época larguísima de medio milenio o más, las dos palabras coexistían en la lengua con la posibilidad de emplearse para realizar el sentido de "caballo". La lengua tenía así una variable que podía representarse por cada una de dos variantes; los hablantes se disponían de dos palabras alternativas. Tales alternativas no presentan problema en la vida normal, aunque suelen preocupar a los gramáticos, porque éstos han solido querer adoptar un tono moral y dictar que una de las variantes sea "correcta" y que la otra sea "incorrecta". Al menos pensaban así antes de la llegada de la disciplina de la sociolingüística en la década de los 1960 para indicar no sólo que la variabilidad se encuentra en todas partes sino que cumple una función positiva; la variabilidad no es ni anormal ni tampoco indeseable en sí, y ocurre muchísimas veces que se encuentran dos o más palabras en el léxico de una lengua para referirse a un mismo concepto o entidad. A veces se pueden diferenciar las palabras en una base sociolingüística o pragmática, pero a veces no. En cuanto a los caballos del temprano Medio Evo, después de varios siglos de coexistencia se disminuyó estadísticamente el uso de equus, al menos en su forma masculina. Esto conduce a la consecuencia de que cuando los hispanistas comparamos solamente los usos del siglo trece y del primer siglo antes de Cristo, podemos sacar la impresión de que aquí se trata de un evento sencillo, la sustitución de la palabra equus por la palabra caballo. Los primeros manuales de la romanística solían hacer precisamente comparaciones de este tipo, entre los textos vernáculos del siglo trece y los de los mejores escritores antiguos, como si estos dos siglos tuvieran un estatus especialmente privilegiado dentro de la trayectoria interna de la lengua, y se pudiera hacer caso omiso de los textos de la larga época que intervenía entre estos dos siglos.
Pero la llegada de la palabra caballus, que parece haber sido de origen céltico, era un fenómeno en sí; la pérdida de la palabra equus era otro fenómeno distinto, que se vio mucho más tarde, y que no se relacionaba necesariamente con la palabra caballo. Sin duda no era inevitable que se perdiera equus; la forma femenina equa ha sobrevivido en Castilla, ya escrita yegua, sin problema. Y esta persistencia de yegua nos indica otro factor que nos dificulta cualquier análisis sencillo; que a menudo ocurre que algunas formas sobreviven mientras se pierden otras morfológicamente relacionadas. Las consecuencias de tales pérdidas y supervivencias relacionadas nos resultan más difíciles de analizar cuanto tratamos de los afijos, y quizás sobre todo cuando se trata de los verbos prefijados. Por ejemplo, otra sustitución léxica muy conocida es la de la pérdida de la palabra edo, que significaba "yo como", para que se sustituyera en la Península por la forma prefijada comedo; pero no parece del todo racional decir que edo se hubiera perdido cuando, aun después de la época en que dejó de emplearse como morfema libre, todavía se empleaba como la raíz léxica de comedo; en vez de perderse, a lo mejor sería más racional concluir que el morfema edo había cambiado de estatus, desde morfema libre hasta morfema dependiente (al menos antes de la época más tardía en la que la pérdida fonética de la consonante dental tendría la consecuencia de que el prefijo com- dejó de parecer transparente). Todos estos factores indican que a menudo resulta mucho más difícil decidir cuándo se ha verificado un cambio de lo que se habría podido esperar de antemano.
Aunque hagamos claramente esta distinción entre la llegada de un rasgo nuevo y la pérdida del correspondiente rasgo viejo, resulta a menudo imposible fechar esta pérdida. Los rasgos suelen perderse mediante un proceso muy largo. La variación no es en sí patológica. No es necesario que se resuelva nunca. Puede durar, como sigue durando la variación moderna entre voy a cantar y cantaré, en la que el rasgo viejo (cantaré) no tiene necesidad alguna de desaparecer en absoluto. O tal vez sí, se perderá en el futuro, pero todavía no sabemos eso. Y aunque se pierda la variante vieja en tales casos, ¿cómo sabemos que se ha perdido? ¿Se pierde cuando ya nadie la dice? Apenas puede ser antes de tal etapa; pero suele haber un período en el que la mayoría no usan la variante más antigua, pero algunos hablantes todavía sí la dicen, y sería imposible decidir que estos últimos, que aún prefieren lo viejo, están utilizando un rasgo que ya no existe en la lengua. Pero incluso cuando no lo dice nadie, se iniciará en seguida otro período de larga duración en el que lo entendemos al encontrarlo en un texto escrito. Son así muchas palabras y morfemas que los ingleses oímos al escuchar las lecturas de la Sagrada Biblia en su versión inglesa del siglo XVII, y que los habitantes cristianos de la Península Ibérica del siglo diez oían al escuchar lecturas de la Biblia Vulgata preparada por San Jerónimo en el cuarto siglo. Si éstos entendían entonces una palabra tal como equus, aun diciendo caballo ellos mismos, o si entendían una forma morfológica tal como fabulatur o saeculorum que usan rara vez o nunca, y si aquéllos entendemos una frase tal como la del widow's mite (el óbolo de la viuda de la parábola bíblica) aunque nunca lo diríamos de una manera activa, y formas morfológicas tales como speaketh (que ya nunca decimos) -y hasta si creemos equivocadamente que los entendemos- sería difícil fallar que tales rasgos ya no existen en absoluto. Más tarde vendrá una época en que ni siquiera se entienden; la inflexión inglesa -eth se entendería todavía al encontrarse añadida a raíz verbal moderna (tipo "he downloadeth the file"), pero sospecho que si los hablantes modernos de esta Península se encontraran alguna vez con formas tales como hablatur o siglorum, pronunciáranse como se pronunciaran, no sabrían en absoluto de lo que se trataba. Así que finalmente podemos decir que sí, han desaparecido del habla las inflexiones -atur y -orum, y que éstas no se encuentran ya en competencia con sus rivales finalmente victoriosas, las frases analíticas se habla y de los siglos; pero durante varios siglos del temprano medio evo tanto los dos rasgos se fabulat y fabulatur como los dos saeculorum y de illos saeculos coexistían en la documentación textual y a la vez, probablemente, en el habla. Eran variantes. Variantes de tipo normal. Los hablantes se disponían de las dos variantes. Más tarde una de las variantes se ha caído de la lengua, y da la casualidad en los dos casos de que la variante más antigua era la que por fin desapareció.
El norteamericano Steven Dworkin ha dedicado varios estudios al problema de las pérdidas léxicas, y la actuación de éstas parece un poco menos misteriosa de lo que parecía antes, pero aun así resulta casi imposible dictar leyes generales sobre la velocidad y la datación de la pérdida léxica; sigue cierto que cada palabra tiene su propia historia.
También parece probable que la llegada de nuevos mecanismos de tipo morfosintáctico no tienen que conducir a la pérdida de los mecanismos anteriores que ya cumplían la misma función. Es lo que sucede muchas veces, pero igual que las sustituciones léxicas, suele haber una época larga en la que coexisten el rasgo nuevo con el antiguo. Tal variabilidad no tiene por qué terminarse en absoluto, ni tiene que terminarse con la pérdida de lo viejo. No hay fuerza superior que dicte la evolución lingüística en este u otro sentido. Se ha pensado que exista tal fuerza; hace unos veinte años había lingüistas históricos que creían en lo que se llamaba en inglés "drift", una noción más bien mística inventada por los que también creían en la potencia explicativa de la tipología. Bueno, parece ser cierto que si tal variabilidad entre dos variantes se resuelve en favor de una de ellas, la que sobrevive suele ser la más nueva de las dos y la que desaparece suele ser la más vieja. Esto no debe de sorprender a nadie, como ya dije hace treinta años (Wright 1976); si la variabilidad se inicia por la adopción de una nueva entidad léxica para designar a un concepto que ya tiene etiqueta léxica, tipo caballus para designar a lo que ya se designaba como equus, o si se inicia como la consecuencia del deseo de expresar unas relaciones sintácticas de una manera distinta de la que ya se suele emplear con el mismo fin, tales como el uso creciente de construcciones formadas por preposiciones y sustantivos en vez de por las desinencias de los mismos sustantivos, tipo ad hominem para expresar la relación ya expresada por homini, o de de illa ecclesia para expresar la relación ya expresada por ecclesiae, etc.; en tales circunstancias es probable que en la expresión original se haya visto asomar una dificultad de algún tipo -quizás parecía insuficiente, ambigua, poco clara o con connotaciones no deseadas-, y que esta insuficiencia haya sido la razón inicial para buscar otra forma de decir la misma cosa, y si la nueva alternativa sigue accesible, se entiende por qué se haya usado poco a poco más que la antigua, hasta que llega a ser la forma no marcada de expresado.
Pero quisiera hacer hincapié en esto; esta secuencia no es obligatoria. Nuevas palabras pueden adoptarse y después perderse, dejando continuar a las antiguas palabras rivales que ya se encontraban en el léxico general. Esto incluso puede verse cuando el concepto llega con la palabra; por ejemplo, algunas de las palabras inglesas relacionadas con el fútbol que se adoptaron en el castellano de hace cien años van perdiendo terreno a alternativas castellanas; saque de esquina se usa ahora con preferencia en vez de córner, por ejemplo. Un ejemplo morfológico de esto, en que el rasgo viejo sobrevive mientras que el más nuevo desaparece, se puede encontrar en la trayectoria medieval de las contracciones que se hacían entre preposición y artículo definido en el norte de la Península, tales como las contracciones cono y enos que se ven en la famosa glosa emilianense 89 (cp. García Turza 2003); en Castilla, este modo se disminuyó durante el siglo subsecuente de manera que se quedaron las dos como dos palabras distintas que tenían el fonema lateral todavía representado de la manera en que se había realizado antes de la llegada de las contracciones, con el y en los; solamente del y al quedan de esa tendencia, y estas dos formas sí tienen su lateral. Todo esto lo estudia de una manera muy iluminadora Tuten en su reciente libro (Tuten 2003). Un ejemplo fonético de la pérdida de lo nuevo se encuentra en lo que se suele llamar la "apócope extrema"; en los siglos doce y trece se iniciaba el proceso de perder una [-e] final de palabras que así terminarían en dos consonantes, de modo que había una competencia entre variantes tales como delante y delant; pero a esta tendencia se le dio marcha atrás, de manera que para el Siglo de Oro solo se encontraba delante, con su -e final, la variante más vieja, y no se encontraba delant. Otro ejemplo se ve en la moda, corriente durante el Siglo de Oro, de combinar la /-r/ final de las formas infinitivales con la /l-/ inicial de cualquier pronombre átono de tercera persona que lo siguiera para formar una lateral palatal, así creando dalle para rivalizar con darle (cp. Anipa 2001); pero ahora sólo se oye la variante antigua, darle.
Con estos cuatro ejemplos, en los que la variabilidad no conduce a ningún cambio porque la variante nueva sale de la escena, quiero iluminar lo que quiero indicar al decir que cada cambio resulta ser la combinación de dos fenómenos no necesariamente ligados; la llegada de un rasgo nuevo es un fenómeno, y luego, si es que sucede así, la desaparición del correspondiente rasgo viejo es otro fenómeno distinto. La pérdida de lo nuevo, tal como la de cono, enos, delant, dalle y córner, es lo que pasa varias veces, pero no se estudia tanto como los casos en que la variante nueva sale victoriosa de la competencia, en parte porque la existencia de la novedad relativamente efímera, sobre todo si se vio en la temprana Edad Media, puede pasar desapercibida y sin mencionar en los manuales.
Ya señalé que también es posible que sobrevivan los dos, el rasgo nuevo y el viejo; y que tal resolución puede durar. La variabilidad puede ser estable. No es preciso que se resuelva nunca a favor de una de las variantes. Pero si lo que ocurre es que el rasgo viejo se deja caer de la lengua mientras que el nuevo persiste, de manera que los lingüístas posteriores pueden hablar de un cambio, se ha visto también otro fenómeno de la mayor importancia entre la llegada de lo nuevo y la pérdida de lo viejo. Este fenómeno no es fácil de localizar en el tiempo, pero tiene que existir no obstante: los valores marcados se han cambiado entre los dos rasgos. Para explicar esto, tomemos un ejemplo actual, el de la variabilidad entre dos formas de pronunciar la desinencia inflexional de participios tales como venido (/benído/); eso es, entre [be-ní-δo] y [be-ní-o]. Al principio, después de la llegada de la forma que ya no tiene la consonante dental, ésta era la variante marcada, y marcada como nueva, coloquial, y hasta "incorrecta". La no marcada seguía siendo la forma que contenía esta consonante. Pero parece que en estos años esta marcación se va poco a poco invirtiendo, de modo que, al menos en muchas áreas geográficas y en muchos contextos sociales, la variante nueva sin consonante parecerá dentro de poco la variante normal, no marcada, y la variante vieja que incluye la consonante parecerá ser la marcada, más bien arcaica, y tal vez por eso un día se le dictará que se ha vuelto a su vez "incorrecta". Esta inversión es el fulcro del cambio (como también indica Michel Banniard en este mismo Congreso).
Los romanistas no solemos expresar la fecha que queremos sugerir para un cambio explícitamente en términos de tales inversiones de lo marcado, pero valdría la pena hacerlo. Bajo tal perspectiva, por ejemplo, las fechas que nos da Michel Banniard (por ejemplo, en el excelente capítulo nueve de su Viva Voce, 1992) resultan muy sensatas; y el reciente estudio cuidadosamente elaborado de József Herman (2002) en el que asigna la decadencia de la morfología pasiva sintética a una fecha de entre los años 650 y 720, al menos en la Galia, la cual no es inconsistente con la fechación que le da Michel Banniard. Eso es, que aunque tenemos de la Galia muchos testimonios de construcciones alternativas de sentido pasivo antes de la fecha de 650, y la morfología pasiva sintética se testimonia muchas veces después de 720, estos dos tipos de testimonio habrían sido los dos usos marcados en su propio contexto, porque lo marcado se invirtió durante esos setenta años. Y ya que esta datación, de 650-720, parece coincidir con la pérdida de muchas vocales finales en la Galia, la que le parece especialmente significante a Herman (Herman 1996), a lo mejor este período era una época más transicional que otras. Pero aun de ser así, esto sólo resulta ser significante para la evolución del francés. No se vislumbra tal importancia en estos setenta años para la evolución lingüística de otras regiones.
En todas las épocas, entonces, nos encontramos con muchos cambios en progreso, en la forma de dos o más variantes de una variable, sin que siempre sepamos si de veras esta variabilidad resultará luego ser un verdadero cambio. No es fácil contestar a la pregunta de cuándo se convierte un rasgo en otro; no sólo eso, sino que tal pregunta casi carece de sentido. Pero aunque consiguiéramos de una manera más bien aproximada dar con una fecha para un cambio específico, no tenemos por qué esperar que irán a coincidir cronológicamente unos cambios con otros. A veces se puede ver con bastante claridad que dos cambios se relacionan entre sí de una manera directa; los cambios semánticos suelen relacionarse así dentro de un mismo campo semántico, como he investigado yo (Wright 1995: 74-105); pero hasta en casos así no se ven todos los cambios en la misma época concreta. Los cambios distintos se verifican a ritmos distintos en épocas distintas, y no tienen que formar haces cronológicos, de la misma manera que las isoglosas de los dialectólogos no tienen que formar haces geográficos tampoco (véase Penny 2000).
Por esta razón, de que siempre nos encontramos con cambios a medio cumplir que no coinciden entre sí, siempre sería un espejismo vislumbrar que haya sucedido nunca un repentino cambio completo de una lengua entera. Por ejemplo, no se puede sugerir que toda la comunidad de habla se haya acostado una noche hablando el anglosajón para despertarse por la mañana hablando el inglés medio. Estas etiquetas, estos nombres de lengua puestos en secuencia cronológica por especialistas de época posterior, tales como el anglosajón y el inglés medio, tienen una función práctica para nosotros, pero no corresponden con ninguna distinción tajante de la realidad de la historia. Así que, a pesar de la eventual utilidad administrativa, nos despista cualquier tentativa de distinguir entre dos lenguas sucesivas de la misma comunidad de habla mediante dos nombres de lengua. Me parece que a lo mejor convendría que los especialistas de la lingüística histórica no bauticemos a ninguna lengua con su propio nombre. A lo mejor os habréis dado cuenta hoy de que en la última media hora no he usado nunca la palabra latín ni la palabra romance. A veces, en estas discusiones, tales nombres despistan.
Tampoco he usado la frase hecha del latín vulgar. Este concepto tiene su origen en el libro de Hugo Schuchardt de hace ciento cuarenta años; y hasta József Herman ha dicho que a lo mejor ha sido una invención desafortunada (Herman 1997/2000). En los trabajos del gran maestro Herman, el latín vulgar no es más que una etiqueta colectiva para designar a todos los rasgos individuales de la lengua que sabemos que existieron en la realidad romana sin que se hayan recomendado en las gramáticas normativas. Así que el concepto del latín vulgar se ha definido negativamente por oposición a los prejuicios algo caprichosos de los gramáticos de la antigüedad tardía; sus rasgos no forman ninguna entidad coherente en sí. Las gramáticas normativas suelen causar problemas más bien que resolverlos, y las latinas sí que han hecho esto. Las gramáticas se utilizan sobre todo para estandarizar a una lengua, y sus autores quieren hacer esto mediante una política de imponer la rigidez donde en la vida real se encuentra fluidez y variabilidad, privilegiando alguna variante como la correcta en oposición a otras variantes competidoras que de allí en adelante se estigmatizarán como incorrectas, porque tienen la creencia instintiva de que la rigidez es de por sí una cosa espléndida y la variabilidad es de por sí lamentable. Pero si nosotros, los filólogos de varios siglos más tarde, queremos entender lo que pasó en una circunstancia variable y fluida, tal rigidez no nos presenta ninguna ventaja. Estas gramáticas de la antigüedad tardía se han usado luego para definir lo que es y lo que no es el buen latín, o incluso sencillamente para definir lo que es y lo que no es el latín, pero no tenían tal rigidez antes de la gramática de Aelio Donato que se llama el Ars Minor, creada en el siglo cuarto dentro del proceso por el que San Jerónimo preparó su texto estándar de la Sagrada Biblia (la Vulgata); y hasta en esa gramática se omitieron varios paradigmas. Luego la pobre lengua se vio cada vez más inflexibilizada, estandarizada y arcaizada, hasta que por fin pareció ser una lengua extranjera hasta en la mente de los que hablaban la forma contemporánea de ella; finalmente, después del siglo nueve, el estudio del latín llegó a ser parte de la filosofía más bien que de la lingüística. Se puede vislumbrar todavía la gramática de Donato detrás de las gramáticas latinas pedagógicas de nuestros días.
Pero también se ha venido poniendo claro ahora que lo que hemos hecho ha sido esto: hemos invertido los términos de la oposición entre diversos tipos de latín. Esto es, que nos ha parecido normal presuponer que el registro normal o "vulgar" de la lengua es el registro semánticamente marcado. Pero no puede haber sido así en la realidad. Lo que tenían en el Imperio Romano no era un contraste entre el latín clásico y el latín vulgar, como dos sistemas coherentes en sí; a lo mejor concebían el latín sin ninguna distinción tajante de tal tipo, pero si de veras había un contraste, era un contraste entre, por una parte, el latín sin adjetivo, lengua viva que abarcaba a muchos rasgos, entre ellos los de lo que llamamos nosotros el latín vulgar, lengua hablada por millones de personas durante varios siglos, y el polo no marcado de la oposición; y por otra parte el latín clásico, nunca hablado por nadie, escrito por sólo unos pocos durante una época relativamente corta, fijado retrospectivamente por las gramáticas normativas posteriores, y el polo marcado de la oposición. Y esta oposición, si es que existía siquiera en la reformulación aquí propuesta, no debe ocultarnos el hecho de que la gran mayoría del inventario fonémico, muchísimas entidades léxicas y varios detalles morfosintácticos, hayan sido siempre comunes a los dos registros. En efecto, muchos rasgos de la lengua de hace dos mil años persisten todavía en la lengua de la Castilla moderna; rasgos fonéticos y fonológicos, léxicos, sintácticos, y también de la morfología verbal.
El latín existía en los tiempos romanos, sí. El latín clásico era una convención inventada; pero muchos textos escritos seguían esa convención. Y si no lo hacían, los editores modernos han solido hacer emendaciones, a veces injustificadas, para que la sigan. Nuevos rasgos continuaban siempre llegando en la lengua real, claro está; muchos de éstos, aunque no todos, persisten también en las lenguas modernas, y a veces los rasgos que tienen tal trayectoria vienen etiquetados como "romance". La mayoría de los rasgos morfosintácticos que se describen así, al menos cuando se encuentran documentados en los textos, se basan en el uso creciente con funciones nuevas de palabras antiguas que ya existían en la lengua con otra función. Me refiero, por ejemplo, al uso creciente de ille con la función que se llama ahora la del artículo definido, al uso creciente de unus con una función que se llamaría ahora el artículo indefinido, al uso creciente de quod como "complementizador" para introducir una frase subordinada, al uso creciente de se con una función deliberadamente no agentiva, al uso creciente de de con la función antes exclusivamente ejercida mediante las inflexiones genitivas, al uso creciente de habeo con más de una función que ahora se llamaría de auxiliar, etc. Cuando tales palabras aparecen escritas textualmente, no les presentaban a los escritores ningún problema de tipo gráfico, porque ya tenían forma ortográfica normativa que se podía todavía usar aunque hubieran cobrado funciones nuevas. y durante siglos estas funciones nuevas coexisten tanto con las funciones viejas de las mismas palabras como con las anteriores exponentes de las mismas funciones. Eso es, que se encuentran construcciones con acusativo y infinitivo al lado de construcciones sinónimas con quod dentro de un mismo texto; el uso de se para construcciones no agentivas se encuentra en el mismo texto que formas morfológicamente pasivas, etc.; de la misma manera que se encuentran tanto voy a cantar y cantaré dentro de una misma novela moderna. Lo nuevo y lo viejo coexisten; no se trata aquí en absoluto de ninguna mezcla de dos lenguas enteras, sino de la natural variabilidad que he venido exponiendo.
Desde una perspectiva interna, entonces, no podemos señalar ninguna época concreta en la que el latín en general se habría convertido en otra lengua, el romance. Desde la llegada de la sociolingüística, la única manera en que se puede entender lo que pasaba es que visualicemos el cambio entre las dos como un proceso continuo; parafraseando a Ralph Penny (2000: 4-5) diríamos que al avanzar por el tiempo las lenguas siempre vienen reemplazando unos estados de variación por otros estados de variación; salvo que ya sé que Ralph Penny se ha arrepentido de usar la palabra "estado" en este contexto, y con plena razón, porque no nos las habemos aquí con nada estático. Necesitamos una presentación intrínsecamente dinámica para evitar la idea equivocada, que nos despistaría, de que las lenguas vivas puedan fijarse sin variación. La que se hablaba en la Roma del primer siglo era una sola lengua viva, por muy variable y compleja que haya sido. La gramática mental que residía en el cerebro de esos hablantes no se habría parecido mucho al Ars Minor de Donato, aunque ésta haya logrado abarcar a muchos de los rasgos detallados del habla.
A lo mejor todo esto os parece obvio. Y tal variabilidad dinámica no crea ningún problema para los investigadores de la lingüística histórica que se contenten con estudiar los rasgos lingüísticos separadamente, un rasgo a la vez. Pero les dificulta extremadamente la investigación para todos los que vean aquí a dos entidades coherentes sencillas y fijadas, el latín y el romance, cada una con su propia estructura coherente y sistemática.
Así que aquí quisiera concluir de todo esto que debiéramos deshacemos de la metáfora todavía generalmente aceptada de que una lengua sea una estructura. Cito el Diccionario de los Términos Gramaticales de Larry Trask (Trask 1993: 262): "Casi todas las perspectivas lingüísticas del siglo XX han sido estructuralistas ... y en esto contrastan con la perspectiva más bien atomizada de la lingüística del siglo XIX, en la que cada lengua se concebía como una colección de elementos separados". Tiene razón. Pero ahora estamos en el siglo XXI. Miremos al futuro, e intentemos hacemos con una metáfora mejor; o incluso, intentemos proseguir nuestras investigaciones sin usar en absoluto metáfora alguna. Muchos aspectos tanto de las lenguas como de los cambios lingüísticos se han solido analizar mediante metáforas. La misma morfología tomó su nombre de la biología, como si una lengua fuera una planta. Se nos presentan a menudo diagramas que representan las fragmentaciones lingüísticas en forma de árbol, en el que, por ejemplo, las lenguas romances se presentan como ramos, o como raíces, del tronco que es el latín; pero como hemos mostrado muchas veces tanto Ralph Penny como yo, las lenguas no se parecen en la realidad a los árboles, y tales metáforas han creado malentendidos (Penny 1996, Wright 1995: cap. 4). Bill Croft nos propone que una lengua sea una especie zoológica que evolucionará según principios más bien darwinianos (Croft 2000). Los cambios lingüísticos se han descrito a veces como si fueran las ondas circulares que salen del punto en que se ha tirado una piedra en un lago, una metáfora que nos despistaría si la tomáramos plenamente en serio. Michel Banniard solía antes referirse al diasistema del latín tardío como una nebulosa, que tiene un centro sólido y franjas más flexibles. Los hay que hablan de algoritmos, como si la facultad lingüística del cerebro humano fuera una ordenadora. No lo es. Todas éstas son claramente metáforas. Pero se debe por fin también admitir que nos recurrimos igualmente a una metáfora al decir de una lengua que es una estructura, o que funciona como un sistema. La lengua no es un árbol, cierto, pero ni tampoco es una estructura. El estructuralismo lingüístico tiene su origen en la hipótesis de Saussure de que una lengua sea un sistema de símbolos, en el que cada rasgo individual se define mediante las relaciones que tiene con todos los otros. Esta perspectiva sigue pareciéndoles axiomática a algunos; a otros ya parece tener solamente una parte, o tal vez ninguna parte, de la verdad. Y sobre todo no ayuda esta metáfora a los investigadores de la lingüística histórica; si una lengua de veras resultara ser un tipo de estructura rígida, entonces los cambios diacrónicos y las variaciones tanto geográficas como sociolingüísticas serían poco menos que imposibles. Y en la realidad, la variabilidad y el cambio son hechos primordiales de todas las épocas y de todas las regiones, tanto en el latín como en el romance y en todas las otras lenguas investigadas.
A veces se ha intentado solventar estos problemas con la idea de que sí, cierto, una lengua no es una sola estructura, sino que es un sistema de subestructuras (o subsistemas); eso es, de que hay una estructura de las vocales, y otra estructura de las consonantes, otra de los géneros, otra de los tiempos, varias subestructuras semánticas dentro del léxico, etc. Esta es una reacción inteligente, desde luego. Es lo que hace Ángel García López (2000) al proponer lo que él llama el principio de la modularidad; este principio le permite proponer que las distintas subestructuras (o módulos) fonológicas, sintácticas y morfológicas hayan evolucionado desde el latín hasta el romance en épocas distintas. Con esta perspectiva, no esperaríamos encontrar relaciones, ni causales ni cronológicas, entre los cambios internos de cada sub estructura. Pero yo preferiría que fuéramos más lejos, para abstenemos de hacer generalizaciones incluso dentro de cada subestructura modular. Es útil, desde luego, dentro de nuestras exposiciones pedagógicas, referimos a la idea de que la morfosintaxis del latín haya sido más sintética, y la del romance más analítica; pero en la realidad vemos, del excelente libro de Armin Schwegler (1990), que tales resúmenes generales de cambios distintos son demasiado sencillos, algo confusos, o incluso incorrectos. La idea de la modularidad es un paso en adelante para iniciar el necesario viaje desde las generalizaciones estructuralistas hasta el realismo, pero aun con esto tenemos que confesar que los cambios suelen ser más bien lentos, que se han visto continuamente desarrollarse dentro de cada subestructura durante todas las épocas, y que no es posible concluir que ninguna entera subestructura haya cambiado toda a la vez en un solo cataclismo, de la misma manera que no podemos ya visualizar ningún cambio general de lengua.
También tenemos que damos cuenta de que aunque es cierto que algunos cambios se relacionan entre sí, no parece que tales cambios interrelacionados suelan suceder todos a la vez, aunque supiéramos fecharlos. Eso es, en la terminología de la lingüística diacrónica inglesa, no son nunca, o casi nunca, "push-chains", que sucederían todos a la vez, sino "pull-chains", que se siguen el uno al otro en una larga secuencia temporal. Por ejemplo, Chris Pountain (1985) ha reconstruido en un brillante estudio toda una cadena de cambios que afectaron a los verbos auxiliares y copulativos haber y ser en la Edad Media, pero esta cadena parece haber durado unos cuatrocientos años. Ray Harris-Northall (1990), en un libro estupendo, ha analizado muchas manifestaciones de la debilitación de las consonantes en la Península Ibérica, tales como la degeminación de las geminadas, la sonorización de las sordas intervocálicas, la fricativación y la eventual pérdida de las sonoras intervocálicas, tanto en el siglo quinto como en el trece y en el veinte y, a lo mejor, en el lejano futuro también. Esto es, que aquí analiza toda una serie de cambios interdependientes que se iniciaron hace dos mil años (o tal vez mucho antes, posibilidad que no considera) y que podrán continuar otros dos mil años en el futuro. Este análisis de tales cambios que ciertamente se enlazan de una manera estructural, sin coincidir cronológicamente en absoluto, indica que no se puede tratar en ninguna época de un cambio general que se haya efectuado desde una entera subestructura consonantal latina hasta otra romance. Tampoco quisiera referirme ya al protorromance de ninguna época; me arrepiento de haber usado esta palabra en mi libro de 1982/1989. No la empleo ahora.
Las estructuras aquí aducidas son estructuras paradigmáticas, desde luego. De hecho, creo que las estructuras sintagmáticas, las estructuras de las frases, tienen algún tipo de existencia real ontológica; pero son otro asunto aparte, y es una pena que los dos hayan adquirido la misma etiqueta de "estructura".
Al otro extremo de esta metáfora estructuralista y más bien estalinista de que una lengua sea una estructura rígidamente fija, se puede encontrar la metáfora (propuesta por un colega mío) de que una lengua es más bien una sopa de minestrone italiana, en la que se entremezclan muchos ingredientes, de tipos muy variados, que sólo se encuentran burbujeando en la misma cacerola por casualidad. También he oído recientemente decir, a una colega que daba una clase sobre el desarrollo de la morfología verbal inglesa, que su metáfora preferida es la de una lengua como un enorme camión "juggernaut" que viaja siempre en adelante sin preocuparse por los detalles que se le caen al suelo desde atrás.
Estas dos metáforas son estimulantes por su dinamismo, frente a la esclerotizada metáfora estructural, pero aun así me gustaría más que no obremos con metáfora alguna; una lengua no es una planta, no es un árbol, no es una especie zoológica, no es un programa de ordenador, no es una nebulosa, no es una estructura, no es un camión ni siquiera un minestrone, sino que es una lengua. Basta de despistamos por las metáforas.
Debiera concluir por ofreceros mi propia visión lingüística de los siglos centrales de la Edad Media. Es ésta; que hagamos lo mismo que los especialistas de otros campos. Los especialistas del protoindo-europeo aceptan ahora la variabilidad dentro de su campo, y visualizan que esta lengua puede haber sido una entidad multivariable incluso durante el quinto milenio antes de Cristo. El inglés moderno es una lengua, compleja, multivariable, geográficamente dispersada, pero todavía una. Los hablantes de la lengua china creen que se trata allí de una lengua única, y prefiero pensar que saben lo que hacen al pensar así, aunque esto no agrade a los lingüístas tales como Trask (2000:57), que nos anuncia que el chino es, sin duda, siete lenguas distintas o más; los especialistas del francés son más comprensivos en este respecto, y han inventado la buena palabra de La Francophonie para hacer referencia a la totalidad de la comunidad de habla francesa incluso dentro de su notable variabilidad. El español y el portugués siguen siendo lenguas no fragmentadas a pesar de la variabilidad de su gran extensión geográfica. Podemos visualizar más o menos lo mismo para la comunidad de habla que existía entre finales del imperio romano y la invención de las distintas lenguas romances (que se vio a partir de finales del siglo doce). Basándonos en la analogía de La Francophonie, podremos referimos colectivamente a todas las variables, a todas las variantes, a todas las alternativas, a todos los ingredientes de la sopa, tanto a los rasgos nuevos como a los todavía persistentes desde hacía mil años o más, a la entera colección más bien casual de detalles accesibles, a todo lo que cabía dentro de la comunidad de habla romance de esos ocho siglos, como La Romanophonie (igual que Michel Banniard), en castellano La Romanofonía. Si necesitamos una metáfora, os recomiendo que concibáis esta romanofonía como si fuera un minestrone burbujeante, cuya receta no se iba a apreciar sino muchísimo más tarde, si es que se ha apreciado nunca.
Contestando a la pregunta inicial, entonces, diría que la romanofonía no era una estructura, claro, pero tampoco era sencillamente una colección de rasgos nuevos, porque muchos de sus rasgos no eran nuevos sino antiguos; era, más bien, una nueva colección de rasgos. Y era una lengua, no más, parecida a todas las otras lenguas de gran cultura*
* Agradezco a todos los congresistas de San Millán las discusiones que teníamos allí; a Ian McKeane y a Antoinette Renouf (por la sopa y el camión); y a Claudio García Turza, por su amabilidad en invitarme a dar esta ponencia inaugural. No quise mencionar en ésta que la cuna emilianense en que la lengua recién nacida daba su primer vagido antes de balbucear resulta ser otra metáfora muy arraigada; la mencionó Don Claudio.
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EL ROMANCE: ¿NUEVO SISTEMA, O NUEVA COLECCIÓN DE RASGOS?
ROGER WRIGHT
(University of Liverpool)AEMILIANENSE
REVISTA INTERNACIONAL SOBRE LA GÉNESIS
Y LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DE
LAS LENGUAS ROMANCES
VOLUMEN I
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