Detalle del Beato Emilianense de la Biblioteca Nacional, donde se recrea un banquete regio.
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Beato de San Millán de la Cogolla, códice 33 de la Real Academia de la Historia 
Códice Albeldense o Vigilano.

 

 

     En el Cantar del Cid, importa percibir] la constante atención del juglar de Medinaceli, desde el comienzo del Poema, hacia los bienes materiales. la riqueza, el medro. El primer episodio en cuya descripción se regodea es el engaño de los judíos burgaleses por Rodrigo para obtener recursos -seiscientos marcos de plata- con que poder iniciar las ingratas jornadas del destierro. Después, el poeta que canta las hazañas de «el que en buena hora nació», al referir cada una de las gestas de su héroe consigna siempre la cuantía del botín conseguido. [ ... ] Los ojos del juglar por igual se encandilan ante la lanzada heroica o la magnífica estocada dada por el Cid o por alguno de los suyos, y ante los montones de riquezas que se acumulan después de la victoria. [ ... ] y el juglar jamás cambia de ángulo visual. Podría pensarse que coloca el apetito de medro como uno de los motores esenciales de la trama del Cantar. Le sitúa como espejuelo que atrae a la mesnada del Cid nuevos guerreros, seducidos por los pregones de los mensajeros de Rodrigo: Quien quiera quitarse de trabajos y ser rico vaya junto al Campeador que se propone cabalgar. Y presenta la codicia de los tesoros del Cid por los infantes de Carrión -«d'aquestos averes sienpre seremos ricos omnes». exclaman- como fuerza determinante del nudo dramático de su obra. [ ... ] Ese leit motiv que asoma a cada paso en el canturreo del juglar desborda la supuesta potencia realística y centáurica, de supuesto origen islámico, con que Castro [1948] le regala. Y afirma en cambio el carácter popular de la épica castellana, su condición de poesía para el pueblo y su enraizamiento en el islote de hombres libres de la Europa feudal que fue Castilla. [ ... ]

Me he explicado el movimiento ascensional de Castilla en la escena histórica, [entre otras razones, por] su condición de pueblo de hombres libres, horros del poder mediatizador. de grandes magnates laicos y de grandes señores eclesiásticos; de hombres libres, todos rectores de sus propias vidas, articulados en clases fluidas -infanzones, caballeros, ciudadanos, hombres de behetría y solariegos- y siempre abiertos hacia horizontes de afortunados medros económicos y sociales, en el libre juego de la historia; de hombres señores de sus propios destinos y capaces de saltar la barrera de su nativa condición por obra de la audacia, el coraje y el trágico coqueteo con la muerte, en la batalla contra el moro y en la repoblación de las nunca seguras fronteras. [ ... ] Ningún abismo separaba en Castilla a las masas populares de la minoría de pequeños nobles rurales o infanzones que entre ellas y como ellas vivían -el Cid iba a picar sus molinos de Ubierna. Era en Castilla posible ascender desde el villanaje a la nobleza por el camino de la guerra, mediante el simple ingreso en las filas de la caballería ligera o en una mesnada vasallática. La mayoría de los campesinos castellanos podía, como los infanzones, elegir libremente señor, si les placía tener uno, y los restantes podían trocarse en propietarios acudiendo a poblar en la frontera. El pueblo de Castilla, altanero, dinámico y batallador, no aceptaba el papel pasivo y tangencial de asombrado y temeroso espectador de la vida pública sino que combatía como los nobles y junto a ellos y hacía y deshacía sus hombres, con su simpatía férvida, su ayuda o su saña, como en toda democracia. Las masas populares castellanas, al encumbrar y al abatir a sus hombres y al contribuir a fijar la norma reguladora de su existir, otorgaban a aquéllos y a ésta su adhesión entusiasta, sin distingos ni inhibiciones personales. Y todos, desde el infanzón al solariego, se hallaban habituados a soñar en adquirir riquezas a botes de lanza y se hallaban prestos a ascender en la jerarquía social a golpes de audacia y de coraje. [ ... ] Los cantares de gesta castellanos tenían no poco de sustancia política. El de Mio Cid rebosa rencor contra la alta aristocracia y férvida admiración hacia los infanzones y caballeros, hijos de sus obras más que de su estirpe y de su riqueza; no logra ocultar una clara hostilidad al rey y descubre una vivaz enemiga a los judíos, muy explicable por la creciente presión económica que ejercían sobre el demos al amparo de los príncipes. [ ... ] En contraste con la religiosidad islámica, Berceo descubre su concepción vasallática de las relaciones del hombre con Dios, tan enraizada en la vida castellana de la época. Frente al dejarse ir, al dejarse arrastrar, al deslizarse por la vida, de los creyentes musulmanes, según el arbitrio de «el Clemente y el Misericordioso», y frente al recibir los carismas de la Divinidad como recompensa de su amorosa unión integral con Ella, los piadosos cristianos de Berceo confían en alcanzar la gracia del Dios-Hombre y su milagroso quebrantamiento de las leyes de la naturaleza, mediante su servicio bucelarial a los señores de protección por ellos elegidos -María o los santos. O a fuerza de ruegos insistentes, actos de devoción ritual, promesas generosas, dones tangibles, luminarias, etcétera, etc.

[Conviene recordar] la religiosidad vasallática de los peninsulares. La idea central del vasallaje hispano -servicio a cambio de protección- desbordó de la vida social hacia la vida religiosa. Frente a la rígida vinculación feudal de allende el Pirineo, el castellano buscó siempre libremente señor a quien servir y por quien ser protegido. Esa práctica fue llevada por el exaltado y rudo hombre de Castilla al área de sus relaciones con las potestades celestiales. Berceo -un español «caboso», como me atrevo a llamarle con un calificativo muy de su gusto-- es el mejor testigo de ese traslado y de ese desborde. En sus Milagros de Nuestra Señora fundamenta muchas veces el divina! prodigio en una estrecha correlación de servicio vasallático y de protección señorial: de vasallático servicio del pecador o del cuitado y de señorial protección de la Madre de Dios. Ésta no es para Berceo blanda con quienes no figuran entre sus servidores y llega a incurrir en iras y a castigar con dureza a quienes la desprecian o la agravian; pero «sobre sos vassallos -escribe el poeta-, es siempre piadosa». Por ellos pelea con los demonios, platica con su divino hijo, trastorna las leyes de la naturaleza y salva del deshonor y del infierno incluso a grandes pecadores. «Fue de Santa María vasallo e amigo» hace Berceo decir a un ángel que luchaba por liberar d alma de un labrador, a su muerte cautivado «en soga de diablos». Berceo en su Vida de San Millán después de contar la doble promesa de los Votos legendarios a Santiago, por Ramito Il, y a San Millán, por Fernán González, refiere la maravillosa aparición de los dos celestes patronos de leoneses y castellanos y elogia así la maravillosa intervención de la divinal pareja de Seniores en ayuda de sus vasallos terrenales: «Non quisieron em baldi la soldada levar, / Primero la quisieron mereçer e sudar; / Tales sennores son de servir e onrrar ... ». Santiago y San Millán, como cualquier señor de protección, tenían para Berceo, como para cualquier castellano o leonés, el deber de proteger a sus vasallos. No pensaban de otra manera de sus propios señores los caballeros villanos o los hombres de behetría con quienes convivía. [ ... ]

Me inclino a creer que la ironía de Juan Ruiz ha sido muy dejada de lado como faz esencial del Libro de buen amor. Nadie ha pensado, por ejemplo, en relacionarla con un primer relampaguear del espíritu burgués en la Castilla del trescientos. Y sin embargo me parece seguro que Juan Ruiz inició ese cambio en la sensibilidad literaria castellana y creo que la consideración de su obra a la luz de ese relámpago ayudará a comprenderla.

En cuanto tuvo de disidencia, de ruptura y de novedad frente a lo teocéntrico, lo caballeresco, lo vasallático, lo señorial ... el espíritu burgués empezó a manifestarse mediante burlas, más o menos vivaces, de todo lo que había constituido hasta allí el eje de la vida medieval. Mediante burlas salidas de hombres inquietos y cargados de humorismo, que al contemplar el mundo en torno sentían estallarles en el pecho una carcajada, más benévola que sañuda, ante ideas, instituciones, prácticas, usos, fórmulas ... hasta allí ancladas en el común asentimiento pero que empezaban a perder autenticidad vital. Ellos captaban ese inicio de caducidad: la caída de su prestigio, el vaciamiento de su sustancia interna, su desarraigo de la tierra firme del asenso general ... Lo captaban cuando todavía no quebraban albores a la aurora de la nueva jornada histórica. Empezaban a ver las facetas cómicas y bufonescas del presente aún consagrado por el respeto de quienes no eran capaces de alzarse críticamente frente a lo recibido de las generaciones anteriores. Sólo la inquietud y la ironía podían disparar rayos infrarrojos hacia tejidos que empezaban a degenerar en la subestructura del cuerpo social, todavía en plena actividad.

La dinámica inquietud que acicateaba a su poderosa personalidad y su extraño y formidable potencial burlesco permitieron a Juan Ruiz, al mirar en derredor, adivinar cuanto. había de cómico en la vida de la sociedad de su época, en trance de lento deslizamiento hacia una todavía lejana Modernidad. Si hubiera sido un hombre instalado en los primeros estamentos de la comunidad nacional, tal vez su ironía habría descargado por otros derroteros. Nacido quizás en una villa como Alcalá, aburguesada desde hada tiempo, y arcipreste en otro centro urbano alejado del estruendo caballeresco, vivió en una Castilla que después de la gesta heroica comenzaba a abrirse a una nueva vida. Juan Ruiz perteneció además a una generación que había presenciado el aletargamiento de la reconquista, los desastres de la guerra civil, la ascensión del pueblo al primer plano de la vida política y el despliegue económico del reino. Y su ecuación psico-física pudo verterse por la catarata de la mofa burguesa de todo y de todos.

Juan Ruiz iluminó con su sonrisa nada sañuda la gran comedia humana de su época y se burló de la vida religiosa, de la vida caballeresca, de las prácticas piadosas, de los ejércitos y batallas, de la justicia, de la clerecía, de los teoréticos rigores morales y hasta del mismo buen amor. Con el Buen amor sopla en Castilla por primera vez el espíritu burgués en lo que tenía de ruptura crítica frente a las ideas, las instituciones, las normas, los valores, las fórmulas consagradas por la tradición; en lo que tenía de cómica captación de la inicial caducidad de muchos aspectos de la vida medieval. Se me antoja ver en el juego poético del Arcipreste un no sé si consciente -no han solido serlo los inaugurales cambios de rumbo- pero sin duda novedoso alumbrar de rutas en Castilla, hacia la formación de una conciencia burguesa todavía en nebulosa. Al suscitar la risa del pueblo en torno a las ideas, los valores, las instituciones ... caballerescas y eclesiásticas, las ponía en tela de juicio, las desprestigiaba a los ojos de las masas, les hacía perder su secular crédito comunal y lanzaba en las mentes y en los corazones de los habitantes de los burgos, con las semillas de su desdén hacia la contextura tradicional de vida, un impulso hacia la búsqueda y estimación de nuevos caminos, de nuevas vigencias; es decir, alumbraba en ellos una conciencia nueva.   
    
La modernidad de la ironía de Juan Ruiz estriba precisamente en su bufo enfrentamiento con una sociedad en trance inicial de crisis [ ... ] cuando el humorismo contemporáneo se enfrentó con ella. Bajo el reinado de Alfonso XI († 1350) se inició el giro decisivo hacia una sociedad nueva. Empezaron a caducar muchas ideas y muchos valores antes inconmovibles y al parecer eternos. Apenas lo sospechaban los contemporáneos. El Arcipreste con sus parodias puso el dedo en la llaga. De ahí su éxito entre el pueblo. Entre el pueblo menos rudo y bárbaro y sañudo que antaño; pero más seguro del tambalearse de la torre clerical y caballeresca -hasta allí muy firme- ante los golpes de ariete de la monarquía. Obsérvese que la realeza, contra la que se habían alzado los cantares de gesta, escapa casi excepcionalmente a la befa general del Arcipreste contra todo y contra todos y hasta es invocada por él como instancia suprema de apelación. [ ... ] Juan Ruiz, por cuya pluma reían y se burlaban la masas burguesas -burguesas en el sentido de habitantes en los burgos-, adivinaba que la institución real estaba empujando la crisis de lo caballeresco y clerical hacia su desenlace.

 

CLAUDIO SÁNCHEZ ALBORNOZ

LITERATURA Y SOCIEDAD EN LA CASTILLA MEDIEVAL
(CANTAR DEL CID, BERCEO, LIBRO DE BUEN AMOR)

España, un enigma histórico,
Sudamericana, Buenos Aires, 1956, vol. l, pp. 393-397, 428-429, 530-531.