En los confines de Francia habitaba un piadoso
matrimonio de grandes virtudes y profunda religiosidad, siendo los dos
muy devotos de la Virgen María. Hacía quince años que se habían casado y
no tenían hijos, por lo que, aunque dichosos en su Matrimonio, su anhelo
constante era tener un hijo, y continuamente se lo imploraban a Dios y a
su Madre divina, sin que hasta entonces hubiesen conseguido el sueño de
su vida, en el que cifraban todas sus ilusiones.
No habían perdido, sin embargo, la
esperanza de tenerlo, y seguían pidiéndoselo a Dios encarecidamente. Una
noche, cuando dormían, se les apareció en sueños santa María
anunciándoles que Dios les concedería un hijo, pero con la condición de
que le llevasen, cuando fuese mayor, en peregrinación al sepulcro del
apóstol Santiago.
Al despertar el
matrimonio, con inmenso gozo, se comunicaron sus sueños, convenciéndose,
al ver que los dos habían tenido el mismo, de que era una aparición
divina, y juntos fueron a dar gracias por ello a la Madre de Dios.
Pasados unos meses, la mujer dio a la luz un hijo, varón, al que
impusieron el nombre de Jacobo, por devoción al apóstol Santiago,
considerándose el matrimonio más dichoso del mundo con aquel hijo que
Dios les había concedido.
EI niño se criaba
hermoso y guapo, y a medida ,que iba creciendo, iba despertándose su
gran inteligencia y aumentándole su bondad, haciendo de él un conjunto
de perfecciones que constituía el orgullo de sus padres y el encanto de
cuantos le conocían. Cuando ya tuvo quince años, los padres decidieron
cumplir el mandato divino, y emprendieron con su hijo la peregrinación a
Santiago de Galicia, para postrarse ante el sepulcro del aposto y darle
gracias por su merced.
A la mitad del
camino, en Nájera, se alojaron para pasar la noche en una hospedería de
peregrinos. Los atendió una hija del hospedero, muy joyen, que, prendada
de la belleza del muchacho le asedió hasta descubrirle su amor, pero fue
por él despreciada. Ella, llena de coraje al verse desairada, sintió
deseos de venganza y concibió una diabólica idea. Espero a que el
muchacho estuviese dormido, y, entrando sin hacer ruido en su
habitación, escondió en su saco de viaje. entre sus ropas, un precioso
cáliz de oro, labrado por un afamado artífice y adornado con perlas y
piedras preciosas de incalculable valor.
Al
amanecer del día siguiente emprendieron de nuevo su ruta los peregrinos,
haciendo el camino entre plegarias al apóstol. Cuando ya habían
recorrido cerca de cinco kilómetros, fueron alcanzados por el hospedero,
su hija y algunos acompañantes más, acusándolos de haber robado un
cáliz. Los peregrinos lo negaron rotundamente, jurando por lo más
sagrado que ellos no habían cogido nada. Pero la hija afirmaba que
habían sido ellos, porque habían bebido en él los últimos,
desapareciendo de su sitio al momento de su partida. Propuso que para
salir de dudas se les registrase a ellos y a sus hatos de viaje. Al
abrir el saco del muchacho, encontraron el cáliz con gran sorpresa de
los peregrinos que fueron llevados ante las autoridades y denunciado el
hijo como ladrón.
Rápidamente se instruyó
la causa, condenando al muchacho a morir en la horca por robo, aplicando
la ley vigente en el país para los bandoleros, sin que de nada le
sirvieran sus protestas de inocencia ni las súplicas de sus afligidos
padres.
Al amanecer, el muchacho, con gran
serenidad y paz de espíritu, aceptando la voluntad divina, fue conducido
entre dos alguaciles hasta el patíbulo, situado en las afueras del
pueblo, y allí se cumplió el fallo.
Los
padres, sintiéndose sin valor para presenciar la ejecución de su
inocente hijo, continuaron su peregrinación a Santiago, llenando los
valles con sus tristes lamentos y regando los caminos con sus amargas
lágrimas, sin encontrar consuelo a su horrible dolor. Durante cinco días
y cinco noches caminaron sin descanso, enloquecidos por la angustia y
quejándose al cielo de que les hubiera mandado hacer aquella
peregrinación, en la que habían perdido al sol de sus ojos y el aliento
de sus vidas, dejándolos condenados a sufrir aquella tortura durante el
tiempo que les quedara de vida.
Enajenados
por los sufrimientos, no habían pensado antes en dar sepultura sagrada a
los restos de su hijo; y entonces decidieron desandar el camino y pedir
el cadáver para enterrarlo ellos piadosamente.
Al acercarse al pueblo, el padre iba
quejándose a grandes gritos de que Dios no le hubiera enviado la muerte
a él en vez de a su hijo, y cuando ya llegaban cerca, vieron a lo lejos
el cuerpo de su hijo que seguía colgado del patíbulo; anhelantes, se
aproximaron a él y oyeron la voz de su hijo, que les reprochaba sus
quejas y su poca resignación ante los designios divinos. Maravillados al
oírle, corrieron a abrazar a su hijo, y éste les refirió cómo se le
había aparecido una esplendorosa Señora, que era la Virgen María, llena
de gloria y majestad, con resplandecientes vestiduras, y acompañada de
un venerable anciano que le dijo ser el apóstol Santiago; entre los dos
le habían sujetado por los brazos, para librarle de la muerte y que no
recibiera el menor daño. Le alimentaron durante cinco días, prodigándole
toda clase de consuelos y de ternuras.
Los padres, radiantes de
júbilo, corrieron a dar cuenta del milagro a la autoridad suprema del
país. Pero este personaje, que se hallaba a la mesa comiendo, negóse a
creer que estuviese vivo después de cinco días de ahorcado, y les dijo.
señalándoles un pollo asado que estaba sobre la mesa: «Tan imposible es
que este pollo resucite como que vuestro hijo viva».
Al momento, ante su vista, el pollo se
levantó de la cazuela, y batiendo las alas, voló, diciendo: «Prodigioso
es, el Señor en sus santos».
Atónitos, se
trasladaron todos inmediatamente al lugar donde estaba el ahorcado, y lo
encontraron con vida, y descolgándolo, se lo entregaron a los padres.
Ante aquel milagro divino, revelador de la inocencia del muchacho, el
juez revisó la causa, tomando declaración a la hija del hostelero, que,
acosada ante las preguntas del tribunal, confesó su crimen, siendo ella
condenada a muerte en la horca. Pero los buenos padres del muchacho, no
queriendo ensombrecer con ninguna muerte la prodigiosa salvación de su
hijo, acudieron a suplicar al tribunal el indulto de la joven,
consiguiendo por su intercesión que fuera conmutada por la pena de
cortarle el pelo y vestirla con hábito de monja, y así permaneció toda
su vida haciendo penitencia para conseguir el perdón de su delito.
Al muchacho le tomó el obispo bajo su
protección, y con él y con sus padres llegaron a dar gracias ante el
sepulcro del apóstol Santiago, que le había protegido durante su vida, y
allí se hizo presbítero y vivió santamente, glorificando a Dios hasta el
fin de sus días.
(Leyendas de
España, de Vicente García de Diego)
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