LO IMAGINATIVO Y LO REAL EN LA FIGURA DE SANTIAGO
Javier García Turza
A mediados del siglo VIl se divulga por Europa la noticia de que Santiago predicó en el Occidente español. Algo más tarde llega a la Península Ibérica el culto al apóstol y, ya en los primeros años del siglo IX, encontramos testimonios sobre el descubrimiento de su tumba y las primeras referencias a la construcción de la primitiva iglesia compostelana.
Lo que en un principio no pasó de ser un culto local, circunscrito a Galicia, se propaga rápidamente por mar hasta Francia. Pronto, sobre todo desde mediados de la décima centuria, comenzaremos a tener constancia de la llegada, ahora por tierra, de peregrinos procedentes de toda Europa, que atraviesan los Pirineos en especial por Roncesvalles y Somport.
El desarrollo del culto a Santiago fue debido a un conjunto de factores religiosos y culturales, políticos y militares; y sus consecuencias socioeconómicas fueron notabilísimas. Por la Ruta Jacobea llegaron mercaderes que reactivaron la vida comercial y artesanal de las nuevas poblaciones; sobre su trazado se renovaron las calzadas y se construyeron puentes; por ese Camino, en fin, penetraron las nuevas corrientes religiosas, artísticas y literarias del otro lado de los Pirineos y hacia allí se difundieron las tendencias culturales albergadas en la España cristiana y en AI-Andalus. Es decir, el Camino sirvió de nexo permanente entre la Península y el resto de Europa, en un momento en que el Occidente cristiano experimentaba un proceso de crecimiento generalizado.
El protagonista último del acontecimiento jacobeo fue, sin lugar a dudas, el apóstol Santiago, figura muchas veces confusa por ambigua, pero dotada de un carácter multifacético. Fue capaz de revestirse de atributos militares o señoriales según la época y acabó identificándose plenamente con los peregrinos que recorrían las grandes distancias y arrostraban inimaginables peligros para ir a visitar sus restos en el confín de la Europa cristiana, en Compostela.
Sin embargo, apenas sabemos nada de este personaje. Es más, si nos atenemos en primer lugar a lo que se podrían considerar fuentes documentales directas o próximas a la existencia del apóstol, casi nada. En el siglo IX, cuando se descubre en el Finisterre gallego su tumba, Santiago pasaba por ser uno de los discípulos más cercanos a Jesús, es cierto; pero, al mismo tiempo, era uno de los apóstoles menos populares. Sin duda, la información suministrada por los Evangelios resultaba insuficiente. Por eso, no resulta extraño encontrar más tarde numerosas referencias, escritas u orales, que pretendían saciar la curiosidad de los creyentes. Diferentes resultarán las cosas a partir del descubrimiento de una tumba con sus supuestos restos: miles de peregrinos recorrerán los caminos de Europa para postrarse en su sepultura ante los restos apostólicos. Estos anónimos caminantes, atraídos por el amor al apóstol, querrán disponer de más y de mejores noticias sobre su vida y milagros.
En efecto, la respuesta a esa demanda no tardará en aparecer. El perfil biográfico resultante estará inmerso en las circunstancias históricas que rodearon a sus seguidores y en la piadosa fantasía del pueblo que le veneraba y que trató de forjar una figura, ante todo, atractiva y muy cercana. Por lo tanto, el mito de Santiago se constituye en un elemento cercano al creyente en virtud de sus múltiples facetas espirituales y fisicas; en algo vivo, en constante evolución. Será, en resumidas cuentas, una figura deudora de su tiempo.
Para la mayor parte de los estudiosos y de las tradiciones, el Santiago de las peregrinaciones se correspondería con el apóstol Santiago el Mayor. Nace posiblemente en la localidad de Jaffa, lugar cercano a Nazaret, al Norte de Israel, en la orilla del lago de Genesareth. Era hijo de Zebedeo y de Salomé y, por lo tanto, hermano de Juan el Evangelista. Se suele señalar que su madre estaba emparentada con la Sagrada Familia, quizá con María, a juzgar por la familiaridad con que Salomé pide a Jesús puestos de privilegio para sus dos hijos.
Zebedeo se dedicaba a la actividad pesquera con sus hijos y varios asalariados. Santiago el Mayor recibe la llamada del Señor precisamente cuando con su hermano y su padre estaban reparando las redes junto al lago de Genesareth. Efectivamente, Santiago y Juan, al ser llamados por Jesús, abandonaron a Zebedeo en la barca con los jornaleros, y se fueron tras Él.
De entre todos los discípulos que acompañaron a Jesús, los dos hermanos y Pedro ocuparon siempre un lugar de privilegio a su lado. Santiago pertenece, sin duda, al grupo de los íntimos del Señor. Así, aparece en el Tabor cuando Jesús se revela como hijo de Dios en el momento de la Transfiguración; o acompañándole en el huerto de Getsemaní; o para presenciar la resurrección de la hija de Jairo.
Los propios textos evangélicos nos informan, aunque someramente, del carácter de los hijos de Salomé y Zebedeo. El rasgo temperamental más característico de los dos hermanos aparece recogido en el sobrenombre que les aplicó Cristo, Bonaerges. Unas veces se interpreta como "hijos del trueno" con referencia a su carácter vehemente, apasionado e impetuoso; otras adquiere el significado de "veloces como el rayo", "rápido en la expresión, en las respuestas". Esta actitud queda bien definida en el arranque con que Santiago y Juan demandan puestos de privilegio en el reino de los cielos, o cuando declaran que bien podrían sobrellevar su propio cáliz; pero sobre todo, en el momento en que reclaman castigar con fuego a los samaritanos hostiles que se negaban a dar albergue a Jesús ya sus discípulos en el momento en que se encaminaban a Jerusalén: "Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que los consuma?".
Del mismo modo, esta vehemencia llevó a Santiago a ser perseverante en la predicación, actividad esta seguida con interés y admiración por la sociedad medieval. Jacobo de la Vorágine, célebre historiador y hagiógrafo genovés del siglo XIII, escribe en la Leyenda Aúrea: "Llámasele Bonaerges o hijo del trueno por la conmoción que su predicación producía; en efecto, cuando ejercía su ministerio hacía temblar de espanto a los malos, sacaba de su tibieza a los perezosos, y despertaba a todos con la profundidad de sus palabras. «Su voz resonaba tan fuertemente que llegaba a los últimos confines; de haber levantado un poco más el tono, el mundo hubiese sido incapaz de contener la resonancia dentro de sus propios límites»".
Otros personajes, como el papa Gregorio Magno (1020?-1085), aluden a su virtud de la paciencia, acaso como consecuencia de las numerosas leyendas en que aparece el apóstol obteniendo escaso éxito en su papel evangelizador. Por su parte, el Códice Calixtino le califica de "santo de admirable poder, bienaventurado por su vida, asombroso por sus virtudes, de ingenio esclarecido, de brillante facundia".
Y poco más se sabe de la vida de este apóstol. Herodes Agripa, rey de Judea, ordena su decapitación en Palestina hacia el año 44.
Pero el estudio de la personalidad de Santiago el Mayor implica muchas dificultades. Ya desde los mismos tiempos de los apóstoles se ha venido confundiendo su figura con la de otros personajes del mismo nombre próximos a Jesús. Por ejemplo, con Santiago el Menor, hijo de Alfeo, que a su vez suele provocar problemas de identificación con otro denominado "Hermano del Señor" y "el Justo". En cualquier caso, todo nos lleva a pensar que a Santiago Alfeo se le llamó el Menor, no por ser más joven que el Mayor, sino por haber sido llamado al apostolado después de éste. Asimismo, en algunos momentos recibe el calificativo de "Hermano del Señor": no en vano mantuvo cierta relación de sangre con María la Virgen. Del mismo modo, fue apellidado "el Justo" por su comportamiento ejemplar, su vida santa y sus costumbres. El padre de la Iglesia Clemente de Alejandría (h. 150-215) llega a decir de él: "desde el vientre de su madre fue santo; no bebió vino ni sidra; no subió la navaja por su cabeza; nunca se aplicó potingues; nunca se bañó". Un hecho parece resultar incuestionable: por su pureza de vida, fue el primer obispo de Jerusalén. Murió decapitado en tomo al año 63.
El constante equívoco entre los dos Santiagos y el afán de compararlos continuó a lo largo del tiempo. El propio Calixtino busca una solución de compromiso al cerrar el dilema del problema de la identificación con esta frase: "Quienes llaman a Santiago Zebedeo o a Santiago Alfeo hermano del Señor, están en lo cierto".
En suma, la imagen histórica de Santiago (unas veces el Mayor; otras, el Menor; en ocasiones, la suma de las virtudes de ambos) hasta el descubrimiento del sepulcro recibió por parte de la cristiandad antigua y altomedieval un culto y veneración que podríamos considerar como fríos, dado el carácter "gris" de su personalidad. No hay que olvidar que Santiago no gozó de la dimensión histórica de Pedro; tampoco tuvo el prestigio que le hubiese podido dar la evangelización de un país; ni siquiera se le conoce un texto doctrinal decisivo para la consolidación y expansión del Cristianismo. Por si fuera poco, su pronta muerte le impidió haber forjado cualquier otro aspecto de su personalidad. En resumen, la popularidad del personaje se ciñe al no despreciable referente evangélico de la predilección que le había dispensado Cristo; al haberse mantenido como uno de los íntimos del Señor.A partir del descubrimiento del sepulcro en la Galicia de pleno siglo IX, en el que sorprendentemente se halló lo que durante mucho tiempo fue considerado como su cuerpo , la imagen del apóstol cambiará radicalmente. Al mismo tiempo, iría adquiriendo una importancia también sorprendente el sentido de lo imaginario en la promoción del culto, así como el desarrollo de las pregrinaciones a Santiago. La piedad popular y el poder eclesiástico se van a encargar de darnos luz sobre las tinieblas en las que había permanecido inmersala figura de uno de los Hijos del Trueno.
La imagen externa resultante será otra muy distinta, como vamos a ver; a mitad de camino entre lo fantástico y lo mitológico. Esta evolución de las características del personaje en absoluto debe plantearse como un hecho fortuito y marginal.Antes bien, su forja -de la que desconocemos sus inicios- se presenta ante nosotros como un proceso de largo alcance y, en cualquier caso, bien estructurado y maduro.
El primer aspecto que recogen las fuentes escritas es el concerniente a la predicación en Hispania y al descubrimiento del sepulcro de Santiago el Mayor en Galicia. Pero esas noticias resultan claramente legendarias y, además, muy lejanas en el tiempo a los hechos por ellas narrados. En todo caso, esta parte de la leyenda nace rodeada de multitud de elementos fantásticos y maravillosos.
Las primeras noticias sobre la vinculación del apóstol con el territorio peninsular había sido ya defendida por numerosos autores grecolatinos durante los siglos VI y VII, es decir, mucho antes de que se produjera el sorprendente descubrimiento de su sepulcro en Galicia.
Es una creencia común, fundamentada con informaciones muy tardías, que los apóstoles se repartieron las diferentes partes del mundo conocido para realizar sobre ellas su apostolado misionero. En efecto, una primera tradición cuenta que aquellos discípulos se reunieron unos años después de la resurrección de Cristo para distribuirse aquellas áreas. Pero en la relación de apóstoles congregados no se cita a Santiago, quizá ya fallecido. Será a fines del siglo IV cuando se comience a concretar más la noticia; desde entonces, la enumeración de los distintos apóstoles se acompañará de los territorios en que realizarán su labor. Esta información se transmite con notables variantes en las distintas versiones conocidas, pero con un mensaje más o menos común: "Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría e incluso hasta en los confines de la tierra". En algunos textos se informa que Santiago predica a las doce tribus judías; en otros, como en las Actas etíopes de Santiago, se afirma que predica y hace milagros en la ciudad de Lidia, en Palestina, y en las regiones limítrofes, como acompañante de Pedro. y según esta misma tradición, el apóstol sería enterrado en Judea, o en Cesarea, sin mayores especificaciones, aunque posteriormente se sitúa su enterramiento en una "ciudad de Marmárica". Por su parte, el poeta merovingio Venancio Fortunato escribe más tarde, hacia el 600: "A la asamblea apostólica que resplandece de luz radiante / manda [san Pedro] a su Andrés la noble Acaya. / A Juan, distinguido en méritos, la venerable Efeso / envía, ya los dos sagrados Jacobos la Tierra Santa". Todavía en esas fechas, los testimonios escritos propugnan su predicación en Palestina.
Por contra, las noticias posteriores afirman que a Santiago se le había asignado la dificil misión de evangelizar Hispania. El primer referente sobre esta posibilidad lo encontramos en el denominado Breviario de los apóstoles, texto redactado hacia fines del siglo VI o principios del siglo VII a partir de fuentes bizantinas. En él, por vez primera, se atribuye a Santiago la predicación en Hispania y en las regiones occidentales y su enterramiento en Arca marmarica. Sin embargo, hay que subrayar un hecho que resulta de especial interés: la realidad histórica de este texto es absolutamente contestada por los especialistas, del mismo modo que resultó sospechosa para el eminente intelectual hispano del siglo VII, Julián de Toledo, que rechazó tajantemente su predicación en España. En cualquier caso, hacia el 700, el obispo de Sherborn, Adhelmo, dedica a Santiago el siguiente poema: " Aquí Santiago, nacido de padre anciano, / defiende su excelso altar con su santa guarda. / Éste, llamado piadosamente por Cristo a la orilla del mar, / dejaba su propio padre y la curva nave: / lo primero convirtió con su enseñanza a las gentes hispanas, / convirtiendo con palabras divinas bárbaras multitudes, / que antes viejos ritos y apestosos santuarios / celebraban, ofuscados por las artes del horrendo demonio".
El monje inglés Beda el Venerable (673- 735) todavía va más lejos: no sólo ratifica la tendencia defendida por el Breviarium apostolorum, sino que se atreve a concretar la localización exacta del cuerpo del apóstol en Galicia. En esta misma línea habrá que traer a la memoria el himno litúrgico O Dei Verbum patris, escrito a finales del siglo VIII probablemente por Beato de Liébana -"un poeta mediocre pero de espíritu audaz" (en palabras de Díaz y Díaz)-, dedicado al monarca astur Mauregato (783- 788). Ahora bien, ¿de qué forma aparece en la obra de Beato la figura de Santiago, una vez que en la Península se han asentado los musulmanes En su obra, el autor señala ya a Santiago como evangelizador de España y le invoca como cabeza áurea refulgente de territorio peninsular, el verdadero patrono protector de un estado; le pide que proteja al rey, al clero y al pueblo, que los preserve de daños y enfermedades, de suerte que con su ayuda puedan alcanzar la gloria final. Por si fuera poco, Beato le representa como mitis pastor, como defensor de una grey que parece identificarse con Hispania. En otras palabras, el poeta clama: "Oh muy digno y muy santo Apóstol, / dorada cabeza refulgente de Hispania, / sé nuestro protector y natural patrono / evitando la peste, sé nuestra salud celeste /". En resumidas cuentas, este mensaje se correspondería a la perfección con la ideología oficial de la elite gobernante en las Asturias de finales de la octava centuria, en el momento en que sus gobernantes e ideólogos se arrogaban para sí la herencia del mundo visigodo y mientras se iba fraguando una todavía muy lejana ofensiva cristiana contra los musulmanes.
Al margen de la supuesta veracidad de la tradición, cabría preguntarse porqué sus elaboradores escogieron el territorio peninsular para fijar en él la labor de apostolado de Santiago y su posterior enterramiento. Es de sobra conocido que la Península, una de las zonas geográficas más importantes de la cristiandad a partir de la Plena Edad Media, no contaba con una tradición documentada sobre la evangelización de sus habitantes. Por lo tanto, no debe extrañar que se persiguiese subsanar esta carencia. y con un procedimiento sencillo: atribuyendo la misión apostólica a aquellos discípulos de Jesús a los que no se les documentaba una actividad misionera definida y clara en los textos antiguos. y como ya se ha visto, a Santiago no se le conocía un territorio o país sobre el que hubiese desarrollado una gran labor evangélica. En resumidas cuentas, a Hispania le era necesario justificar la conversión al cristianismo de sus habitantes por parte de una gran figura apostólica; y Santiago, a su vez, necesitaba demostrar que había sido capaz de cristianizar una gran región. Además, al comienzo de nuestra era se desarrollaba el transporte de minerales como el estaño, oro, hierro o cobre desde nuestra tierra a las costas de Palestina.
De esta forma, el planteamiento de necesidades acaba por desarrollar y justificar, tanto en el plano ideológico como material, una leyenda que, partiendo de unos hechos históricos va evolucionando, llevada por la demanda del pueblo, hasta convertirse en algo fantástico.
Efectivamente, cuenta la tradición que el apóstol realizaría el viaje de Palestina a Hispania en alguna de esas embarcaciones de transporte. De la costa de Andalucía pasaría a Coimbra y Braga, y de aquí a lria Flavia, en Galicia, en donde iniciaría la evangelización. En este lugar, en el Finisterre hispánico, frecuentaría pueblos de culto pagano, sobre los cuales su acción predicadora resultó un auténtico fracaso. Según Jacobo de la Vorágine, "el apóstol Santiago, después de la Ascensión del Señor, predicó durante algún tiempo por las regiones de Judea y de Samaria, trasladándose luego a España y sembrando en sus tierras la palabra de Dios; pero viendo que el fruto que obtenía era escaso y que a pesar de haber predicado mucho en dicho país no había logrado reclutar en él más que nueve discípulos dejó allí a dos de ellos para que siguieran predicando, tomó consigo a los otros siete y regresó a Judea. El maestro Juan Beleth dice que el apóstol Santiago convirtió en España solamente a una persona".
De regreso a Oriente, cuenta la tradición que atravesó la Península Ibérica por el valle del Ebro. En la mitad de camino, abatido por el cansancio fisico y el fracaso evangelizador, recibe el consuelo y el aliento de la Virgen, que se le apareció a orillas del río Ebro sobre un pilar de cuarzo, indicándole que construyera un templo en aquel lugar, la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza. Desde aquí, siguiendo el río, pudo dirigirse hacia Valencia para embarcar en un puerto oriental y regresar a Palestina en torno a los años 42-44.
Ya en Palestina, Santiago se convirtió en el primero de los apóstoles en sufrir martirio. El rey de Judea Herodes Agripa lo condena a muerte por decapitación en el año 44. Así narra los hechos Eusebio de Cesarea: "En aquel tiempo, el rey Herodes se puso a maltratar a algunos de la Iglesia. Y mató a Santiago, el hermano de Juan, con la espada". Con esta acción, Herodes pretendía silenciar las protestas de las autoridades religiosas, complacer a los judíos y dar un fuerte escarmiento a la comunidad cristiana. Tras el desafortunado suceso -cuenta la tradición-, dos de los discípulos de Santiago, Atanasio y Teodoro, recogieron el cuerpo y la cabeza del apóstol y se embarcaron en una nave en el puerto de Jaffa, en las proximidades de Jerusalén.
La nave se dirigió, tras recorrer el Mediterráneo y la costa occidental de la Península Ibérica, hacia el Finisterre galaico. Efectivamente, tras siete días de fantástica navegación llegaron a las costas de lria Flavia, cerca de la actual villa de Padrón, en Galicia.
Una vez en tierra firme, la leyenda introduce en escena un nuevo personaje, Lupa, una dama pagana, malvada y muy rica, que vivía en torno a la actual ciudad de Compostela. Atanasio y Teodoro, compañeros de viaje de Santiago, le piden un pedazo de tierra para enterrar al apóstol y unos bueyes para llevar el cuerpo hasta el lugar donde iba a recibir sepultura. Lupa les ofreció, además de una pequeña parcela, unos bueyes salvajes y un carro con el que transportar el cuerpo. Pero, milagrosamente, los animales se dejaron uncir. Ante tal situación extraordinaria, la dama se convierte y los discípulos de Santiago entierran al santo en lo que hoy es Compostela: "Los aparejaron entonces unciéndolos a un carro sobre el que pusieron el cuerpo de Santiago con la piedra en la que le habían depositado. Los bueyes entonces, sin que nadie les dirigiera, se encaminaron al palacio de la reina Lupa. Cuando ésta los vio, quedó estupefacta. Ella creyó y se hizo cristiana. Todo lo que los discípulos pidieron les fue concedido. Dedicó en honor de Santiago su palacio para hacer una iglesia, que la propia reina dotó magníficamente, después terminó su vida haciendo obras de caridad".
Por su parte, la Epístola del Papa León (siglo IX) refiere en estos términos el traslado del cuerpo de Santiago: "Se habían encargado de su transporte los siete discípulos del Apóstol, navegando durante siete días en un barco guiado por la mano de Dios. Por fin el barco recala en un lugar llamado Bisria, situado entre la confluencia de los ríos Sar y Ulla. Al llegar a este lugar, el cuerpo de Santiago fue levantado por los aires y conducido hacia el sol. Los discípulos, apesadumbrados por el rapto, recorren más de doce miliarios hasta que se encuentran con el cadáver de su maestro que yace ya sepultado bajo un monumento de arcos marmóreos en un lugar que no se cita. Tres de estos discípulos, con la ayuda de Santiago, consiguen exterminar un dragón que vivía en el monte Illicino, que desde entonces será conocido como Monte Sacro. Estos tres discípulos recibirán como premio el ser enterrados junto a su maestro, mientras que los otros cuatro regresarán a Jerusalén y comunicarán al patriarca León lo sucedido".Así las cosas, los restos del apóstol Santiago no dieron de qué hablar durante casi ocho siglos. Es más, hacia el añoo 800 el lugar de su enterramiento todavía no se situaba en territorio peninsular. Por contra, los catálogos apostólicos conocidos ubicaban su sepultura en Palestina, en Judea, en Cesarea o en Marmárica. En suma, la Iglesia hispana primitiva parece que no tuvo conciencia de que se le pudiese considerar de carácter apostólico.
Ahora bien, ¿cómo es posible que la colectividad creyente hispana se olvidase de la labor religiosa del apóstol Santiago en la Península Ibérica? La respuesta tradicional, en absoluto convincente, afirma que las continuas "invasiones" de los pueblos bárbaros durante el siglo V y la "feroz conquista" islámica del VIII obligaron a los cristianos a mantener escondidas todas las imágenes y reliquias de santos, entre ellas las de Santiago, protegidas y custodiadas por los ermitaños del lugar. Lógicamente, el paso del tiempo iría debilitando aún más la memoria del culto al apóstol.
Sin embargo, en los comienzos del siglo IX los astures estaban ya convencidos de la evangelización de Santiago en Galicia. En su favor podría contarse con la conversión al cristianismo del rey visigodo Recaredo, con la transmisión textual de testimonios escritos como el Breviario de los Apóstoles o el Comentario al Apocalipsis, sin olvidarnos de la fuerza, siempre presente, de la tradición oral. Así, tan sólo faltaba demostrar que su cuerpo hubiese sido enterrado en sus tierras y el apóstol tuviese a bien manifestarlo a sus devotos.
El momento oportuno del fenómeno jacobeo se produce en las primeras décadas de la IX centuria, en el momento en que está conformándose el reino de Asturias, y como tal necesita de todo tipo de apoyos legitimadores. Por lo tanto, se presenta para el núcleo de resistencia astur como una necesidad. Qué mejor elemento de identidad de un estado en fase embrionaria que el de la aparición en su área de acción del cuerpo del apóstol Santiago. Este medio propicio se completa -en palabras de Sánchez Albornoz en su debate historiográfico con Américo Castrocon la vivencia de una fe ingenua y exaltada y una atmósfera de ensueños y de prodigios. Además, la historiografia oficial ovetense del siglo IX nos descubre cómo habían ganado el crédito de las minorías directrices del reino cristiano tres ideas: la primera, referente a la culpabilidad ante Dios de los hispanos-godos; la segunda, que supone el abandono -por Cristo- del pueblo hispano a manos de los musulmanes, en castigo de sus graves pecados; y la tercera, que afirmaba que sólo la misericordia divina podía poner fin a la angustiosa situación de la cristiandad peninsular. "Es posible -afirma D. Claudio- que en ese ambiente de fe, de maravilla, de angustia y de esperanza, el casual hallazgo de un viejo sepulcro paleocristiano, acaso venerado en otro tiempo en el país -¿de Santiago? , ¿de Prisciliano? , ¿de ninguno de los dos?- desbocara la fantasía de algún clérigo influido por las ideas del famoso Beato de Liébana, quizás todavía en vida; de algún clérigo devoto de Santiago, lector de los Comentarios sobre el Apocalipsis de S. Juan y del himno de los días de Mauregato en que se invocaba al Apóstol como cabeza refulgente de España. Después, el hallazgo/invención del sepulcro de Santiago habría sido ingenuamente presentado como tangible manifestación de misericordia divinal, como prueba de que Dios había perdonado los pecados hispanos, cuyo castigo había acarreado la pérdida de España, y como claro testimonio de que, compadecido de la afligida cristiandad española, delegaba a su Apóstol para que la protegiera en adelante como patrono celestial, de igual modo que los señores terrenales defendían y protegían a sus patrocinados. El sentido vasallático de la religiosidad hispana medieval habría facilitado el cuajar de esa singular concepción del culto a Santiago".
En este ambiente de necesidad religiosa, de intolerancia y de acciones militares, parece surgir una tradición -recogida, por cierto, en fuentes muy posteriores del siglo XI y XII ( el primer relato extenso que se conserva sobre el hallazgo es la Concordia de Antealtares de 1077)- en la que se narra cómo hacia el año 820 /834 un eremita, llamado Pelayo, presenció en las inmediaciones de Solovio, en el bosque de Libredón, una serie de prodigiosos fenómenos luminosos (lluvias de estrellas) y apariciones angélicas. Todo ello, se afirma, era la prueba inequívoca de que allí reposaban los míticos restos del apóstol Santiago.
Pelayo puso los hechos en conocimiento de Teodomiro, obispo de la diócesis de Iria Flavia, quien, después de comprobar la supuesta autenticidad del suceso, fue conducido por las portentosas luces, en compañía de una gran muchedumbre de fieles, hasta la cueva en que se encontraba el mausoleo del apóstol. Allí, en medio del bosque iluminado por un gran resplandor, encontraron un sepulcro de piedra. En él reposaban tres cuerpos: el de Santiago el Mayor y los de sus discípulos Teodoro y Atanasio.
Poco después, el monarca Alfonso II (791-842) tuvo conocimiento del hallazgo del cuerpo de Santiago. Inmediatamente lo visita para venerarlo como patrono y señor de toda España y manda levantar en aquel lugar una basílica para el culto jacobeo, que acaba recibiendo la categoría de sede episcopal.
Sorprende la extraordinaria celeridad con la que el mito se difundió por el conjunto de la Cristiandad europea: Santiago de Compostela se convierte a partir del siglo XI en uno de sus centros más emblemáticos, equiparable tan sólo, por su atractivo, a los lugares de Tierra Santa o a la ciudad de Roma. Ahora bien, debe recordarse que Jerusalén y Roma llevaban siglos de ventaja a Santiago. De esta manera, ya desde mediados de esa centuria, Compostela comenzará a transformarse en un lugar de referencia obligada para el creyente. A partir de esas fechas, será capaz de arrastrar en peregrinación a miles de fieles provenientes de todos los rincones del mundo entonces conocido.
Llegado este punto, cabría preguntarse por los factores que intervienen en la cristalización de una devoción. O, lo que es lo mismo, ¿dónde radicaba la clave de la expansión jacobea? En primer lugar, cabría afirmar que buena parte del éxito cosechado por el mito compostelano reside en su perfecta identificación con las demandas espirituales que en ese momento solicitaba la emergente sociedad feudal. En este sentido, el señor venía a suplir el vacío provocado por la inexistencia o lejanía del rey o el emperador; del mismo modo, el santo -en este caso, Santiago- tendía un puente entre lo terrenal y Dios. Pero esta identificación del apóstol con las exigencias de la cristiandad latina no fue del todo espontánea. Descansaba, primeramente, sobre la base de una ingente labor de propaganda ideológica, gestada principalmente en los círculos intelectuales de los scriptoria monásticos, en los ambientes cortesanos de las incipientes monarquías de un lado y otro de los Pirineos y, por supuesto, en la curia pontificia. Así, a partir del siglo VI y VII, se revitaliza la tradición de la evangelización de Santiago en España a través de los escritorios monásticos. Entre otras obras, se edita el ya mencionado Breviario de los Apóstoles, de los siglos VI- VII, o el Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, de finales del siglo VIII, si bien no hemos de olvidar la enorme difusión que proporcionó la tradición oral.
Por otro lado, el ambiente político también favoreció este éxito. Como es conocido, el pueblo astur-galaico, desde el comienzo de la dominación musulmana, tuvo que enfrentarse en numerosas ocasiones con los ejércitos del emirato cordobés, oposición que también se hizo extensiva contra los carolingios, estos en plena expansión. Por ello, los cristianos occidentales optaron por recuperar el mito jacobeo para afirmar sus señas de identidad frente a musulmanes y carolingios, para fundamentar su recién nacido espíritu de reconquista y para aproximarse al resto de la cristiandad en la que aspiraban a integrarse. En resumen, la coyuntura política y militar en que se hallaron los restos del apóstol no podía ser más favorable.
Asimismo, resultó importante en la expansión y conocimiento del hallazgo el protagonismo de los monarcas asturleoneses y el del papado. Los reyes comunicarían rápidamente la buena nueva a las autoridades pontificias, mientras que desde la Santa Sede se proclamaría la noticia a toda la Cristiandad.
En resumidas cuentas, con el nacimiento del segundo milenio, ya pesar de la naturaleza claramente sospechosa de los testimonios escritos que proclaman su protagonismo, se asiste al surgimiento y desarrollo de Santiago como santo de naturaleza local y universal. Local, porque su presencia reforzará, de una parte, el espíritu nacional de los cristianos situados en torno a la Cordillera Cantábrica y, por otra, su imagen, casi siempre adornada de elementos míticos y fantásticos, que tenderá a evolucionar conforme las circunstancias culturales y sociopolíticas se vayan haciendo más complejas. Es decir, la evolución y la puesta al día de la imagen del apóstol irán modelando un mito cada vez más atractivo y cercano -en ocasiones, más complejo- a lo ojos del creyente. Pero, además, su carácter también perseguirá la universalidad: la presencia de los monarcas y el papado terminará por sancionar "la irrupción del apóstol dentro del elenco de los grandes santos".El proceso de evolución y de cambio, de desarrollo y de sincretismo de las diferentes imágenes de Santiago el Mayor se sucede, sobre todo, desde el siglo XI. A partir de esta centuria, Europa asiste al despertar del letargo en que había quedado sumida tras el fracaso de la reconstrucción imperial carolingia y comienza a mostrar signos evidentes de desarrollo, tanto económico como social. Pero si el crecimiento demográfico y económico, urbano y territorial son factores especialmente vinculados a esta centuria, la Iglesia se empezará a perfilar como auténtico eje vertebrador de toda la Cristiandad, capaz de emprender, en un plano interior, una profunda reforma; de imponerse, en un ámbito externo, sobre los poderes terrenales y, en especial, de implicarse en una aventura para recuperar los Santos Lugares a través de las Cruzadas. A partir de 1071 , en que los turcos selyúcidas conquistaron Jerusalén y destruyeron la iglesia del Santo Sepulcro, varias expediciones militares se dirigieron a reconquistar la ciudad, lo que se lograría en 1099.
Mientras los cruzados marchaban hacia Oriente, en la Península Ibérica también se entablaba una guerra de religión. Precisamente, convendría recordar que la primera empresa que admitimos como cruzada es la llevada a cabo por los cristianos pontificios, franceses, italianos, catalanes y aragoneses frente a Barbastro, en 1064. Pocos años más tarde, en 1085, la ciudad de Toledo, antigua capital del reino visigodo, cae en manos de Alfonso VI. Con esta victoria se incorporaba al reino castellano el área comprendida entre el sistema Central y el Tajo.
Podríamos concluir, grosso modo, que había un total paralelismo entre Tierra Santa e Hispania, entre Jerusalén y Compostela. Ambas ciudades se convierten en meta de peregrinaciones y en centro del ideal cristiano frente al infiel. Es en este ambiente militar, muchas veces legendario, en el que la figura de Santiago y su culto adquieren una dimensión hasta entonces inimaginable.
En la construcción de su figura, el apóstol se va acercando -en ocasiones, hasta llegar a la plena identificación- a las figuras que le acompañan o le rodean. Así, Santiago se convierte en protagonista de las primeras victorias contra los infieles, pero asociado con el también legendario Carlomagno. Precisamente, los primeros testimonios los protagoniza el emperador inspirado por el apóstol. De esta forma, Carlomagno se acaba transformando en el auténtico descubridor de la tumba de Santiago y en el primer promotor del Camino. En otras palabras, su papel propicia la expansión de la popularidad de Santiago al Norte de los Pirineos.
A comienzos del siglo XI se produjo la caída del Califato de Córdoba. Esta circunstancia fue aprovechada por las tropas crístianas para conquistar Toledo, la capital del antiguo reino visigodo, en 1085. En otras palabras, el espíritu de Cruzada europeo se simultanea en la Península con la reconquista frente al infiel. A la cabeza de la misma, Santiago comenzará a mostrarse como principal adalid de las tropas cristianas; sus hazafías y hechos sobrenaturales se involucran poco a poco en la lucha, y la tradición oral, más tarde fijada en los textos, recoge un número importante de milagros.
Como es lógico pensar, la imagen del Santiago "Matamoros" no surgió de la nada ni espontáneamente; el caldo de cultivo era el idóneo y su modelado se elaboró a lo largo de varias fases. En efecto, uno de los milagros más antiguos narra cómo el apóstol liberó a veinte vasallos del conde Armengol de la prisión musulmana de Zaragoza y cómo posteriormente les condujo sanos y salvos hasta un castillo cristiano. Se recoge este hecho heroico en el Libro de los Milagros del Codex Calixtinus, primer testimonio escrito que explica una acción militar de Santiago en beneficio de los cristianos, pero una intervención no cruenta.
Poco a poco, a medida que avanza la Reconquista hacia el Sur peninsular, aumenta su protagonismo. La iconografia comenzará a identificar a Santiago con el espíritu que dimana de las Órdenes militares. Los miembros de estas congregaciones colaboran en la lucha contra los musulmanes en Tierra Santa; se definen a la vez como monjes y como soldados protectores de la Iglesia. En ellos coincide el sentido religioso propio de las órdenes monásticas y el espíritu caballeresco y militar de la época. No resulta extraño ver al apóstol con la espada en la mano combatir, a la cabeza de las tropas cristianas, contra los ismaelitas.
Nuevamente el Codex Calixtinus se hace eco de otro milagro. En esta ocasión, se representa a Santiago como caballero combatiendo contra el Islam. Su intervención directa permitió a las tropas de Fernando I la conquista de Coimbra. Era el año 1064. De esta manera se narra la victoria cristiana contra los musulmanes: "Cuando el templo del Señor en Jerusalén asediaban los enemigos / en el cielo aparece por los aires un ejército maravilloso: / con sus caballos blancos, doradas armas, vestes refulgentes, / caballeros en defensa de la justa fe. / Así el poder del Señor y todo un ejército del cielo / prosiguen una batalla contra los enemigos de la fe. / Allí fue, donde muchos, los fieles que lo merecían, / vieron al gran Santiago llevando su bandera".
La trascendencia del suceso debió de ser tan grande que, a partir de esa fecha, quedó vinculada definitivamente la imagen de Santiago a la guerra santa que significaba la Reconquista. Desde entonces, sus apariciones en los campos de batalla se multiplican hasta convertirse en un tópico dificil de salvar. El mito llegará incluso a penetrar en la historia oficial.
Una nueva intervención del apóstol se va a producir en el siglo IX. Durante el reinado de Ramiro I, según unos autores, o en el de Ordoño I, para otros, tuvo lugar un choque entre los ejércitos cristiano y musulmán (éste dirigido por Abderramán II o por el banu qasi Musa II, según se recurra a unas fuentes o a otras) con el propósito de suprimir el denominado tributo de las "cien doncellas". Consistía esta carga en entregar a los musulmanes anualmente cien mujeres jóvenes; como contrapartida, los cristianos podían vivir en paz durante ese tiempo. Cuentan algunas crónicas que el asturiano Ramiro I movilizó a toda la región contra los infieles. y narran también las mismos testimonios que los cristianos fueron sorprendidos y derrotados en Albelda (localidad próxima a Logroño ), retirándose algunos de los fugitivos a las rocas de Clavijo.
En este enriscado lugar, por la noche, mientras esperaban el desastre final del día siguiente, se apareció el apóstol al monarca y le recordó que él era su patrono y protector. Según la Crónica General, el apóstol se dirigió al rey Ramiro I en estos términos: "N. S. Jhesu Cristo partió a todos los otros apóstoles, mios hermanos et a mí, todas las otras provincias de la tierra, et a mí solo dio a España que la guardasse et la amparasse de manos de los enemigos de la fe... Et porque non dubdes nada en esto que yo te digo, veerm'edes cras ['mañana'] andar y en la lid, en un cavallo blanco, con una seña blanca et grand espada reluzient en la mano". Efectivamente, al alba, el bando cristiano apareció capitaneado por el propio apóstol Santiago que acudía a la batalla montado sobre un caballo blanco. En la mano izquierda llevaba el estandarte del alférez de la milicia de la fe; en la diestra blandía la espada. El resultado fue terrible: él solo llegó a decapitar a más de setenta mil musulmanes. Como era de esperar, la victoria cayó del lado del ejército cristiano.
Este suceso legendario será el que consolide definitivamente la imagen del Santiago "Matamoros" participando junto al ejército cristiano en la lucha contra los infieles. En consecuencia, el Poema de Mío Cid presenta a Santiago totalmente popularizado: "Vierais allí tanta lanza hundir y alzar / traspasar y romper tantas adargas / quebrantar y desmallar tantas lorigas / salir tintos en sangre tantos pendones blancos, / ya tantos caballos espléndidos trotar sin sus dueños. / Los moros gritan "¡Mahoma!", y los cristianos "¡Santiago!" / en muy poco espacio cayeron muertos al menos mil trescientos".
En señal de agradecimiento por la ayuda prestada a las tropas cristianas, el rey Ramiro decide "ofrendar al mismo [Santiago un] don perpetuo": el denominado "Voto de Santiago". Se trata de un privilegio falsificado en el siglo XII, cuya primera mención explícita aparece en la bula Iustitiae ac rationis ordo que el papa Pascual II concede al obispo de Compostela Gelmírez en el año 1101. "Por eso -sigue narrando el « Voto»- establecemos para toda España y lugares que Dios permita liberar de los sarracenos, y en nombre del apóstol Santiago que se dé cada año ya modo de primicia una medida de grano y otra de vino por cada yunta de tierra para sostenimiento de los canónigos que residan y oficien en la iglesia de Santiago. También concedemos y confirmamos que cuando los cristianos de toda España invadan la tierra de los moros, den del botín obtenido la parte que le corresponda a un guerrero montado".
En realidad, con el relato fantástico de la batalla de Clavijo se trataba de justificar los fabulosos derechos que se arrogaba la Iglesia apostólica a recaudar un sustancioso tributo nacional. Sin embargo, el establecimiento del Voto no tuvo efectos directos: no se pagó al principio, aunque sí comenzó a hacerse eficaz su cobro con los monarcas castellanos Alfonso XI y Pedro I. A partir del siglo XV, esta renta se fue extendiendo
a diversas comarcas del reino castellano hasta alcanzar incluso las tierras de Granada. Por contra, los problemas comienzan, en primer lugar, cuando se plantean las cuestiones de la estancia y patronazgo del apóstol en España, unido a las ambiciones de la Iglesia de Compostela en su ansia expansiva territorial de la renta; y en segundo, por la presencia de un clima ideológico que irá ganando adeptos, y que llevará a la abolición del Voto en las Cortes de Cádiz y definitivamente en 1834.
En la elaboración de la figura de Santiago como protagonista de las primeras victorias contra los infieles habria que buscar los precedentes remotos de esta tradición. Es Américo Castro, a partir del Mito del Dioscuros, quien trata de explicar el nacimiento del culto jacobeo en la Península. Así pues, la mitología de los hijos de Zeus/Júpiter, Cástor y Pólux, se habría entrecruzado ya con los Evangelios. En unas ocasiones, como sucede en el Evangelio apócrifo, se hacía a Jesús mellizo de uno de sus apóstoles; otras veces se habría confundido a los dos Santiagos, al hijo de Zebedeo y al de Alfeo (este último, no lo olvidemos, se había tenido como hermano del Señor).
A partir de estas conexiones culturales -sigue afirmado Américo Castro- van a surgir dos interpretaciones perfectamente definidas. La popular, según la cual uno de los hermanos, Cástor (que pronto será identificado con Jesús), asciende a los cielos; mientras que el otro, Pólux (relacionado con Santiago), permanece en la tierra durante mucho tiempo protegiendo a los hombres. Debemos advertir que Pólux y Santiago aparecen siempre en la iconografia y en la literatura representados sobre caballos blancos.
La segunda interpretación, la literaria, presenta unos rasgos más elaborados. Los textos escritos vienen afirmando que en las costas gallegas se habría rendido culto a los fratemos Dioscuros. Estos solían aparecer en los combates ayudando a los ejércitos griegos o a los romanos. En ambos casos, aparecían montados en blancos corceles ayudando a sus protegidos. Para Castro, la literatura hispana ha conservado una aparición dioscúrica de Santiago. Se trata de la presencia de Santiago en la batalla de Simancas acompañado de San Millán, en esa ocasión también caballero celeste.
El poeta riojano Gonzalo de Berceo, que quizá siga el contenido de la Crónica Silense, cuenta en la vida de San Millán cómo el conde castellano Fernán González y el rey de León Ramiro II vencieron al califa abd AI-Rhamán III en la batalla de Simancas (año 939) gracias a la intervención conjugada del apóstol y del santo Emiliano. A decir verdad, el poeta narra la batalla como si la estuviese viendo:(437) Mientre en esta dubda sedién las buenas yentes,
asuso contra 'I cielo fueron parando mientes;
vidieron dues personas fermosas e luzientes,
mucho eran más blancas qe las nieves rezientes.
(438) Vinién en dos cavallos plus blancos que cristal,
armas quales non vió nunqa omne mortal;
el uno tenié cror;a, mitra pontifical,
el otro una cruz, onme non vió tal.
(441) Quando cerca de tierra fueron los cavalleros,
dieron entre los moros dando colpes certeros;
fizieron tal domage en los más delanteros,
qe plegó el espanto a los más postremeros
Termina el poeta insistiendo en que no era uno el adalid que guiaba a las tropas cristianas, sino dos: Santiago y San Millán. De esta manera, los castellanos tuvieron por patrón al santo Emiliano y, en la monarquía común con León, desde 1230, estuvo igualado por un tiempo con Santiago.
(447) El qe tenié la mitra e la croça en mano,
éssi fue el apóstol de sant Jüán ermano;
el que la cruz tenié e el capiello plano
éssifue sant Millán el varón cogollano.A la imagen del apóstol como caudillo de los ejércitos, defensor y patrón de España, se le fueron adjudicando otras cualidades, como el de caballero, componente de la nobleza militar.
El día anterior a la toma de Coimbra por el rey Fernando I de León (el 9 de julio de 1064 ), cuenta la tradición legendaria que un obispo griego, llamado Esteban, decide cambiar la mitra de su obispado por un miserable habitáculo en la iglesia compostelana. Este hecho debemos insertarlo quizá dentro de la ruptura definitiva de relaciones que se produce en esa centuria entre los cristianos orientales y occidentales. Pues bien, el obispo Esteban debió de quedar sobrecogido un día al oír cómo unos campesinos llaman al apóstol Santiago "Caballero". Parece ser que indignado por el tratamiento que se le daba, les reprendió. A la noche siguiente, Santiago, "engalanado con vestiduras blanquísimas y revestido de armas militares más brillantes que rayos de sol, convertido casi en un caballero", advierte al obispo: "Esteban, hijo de Dios, que has querido que se me llame no caballero sino pescador, me aparezco a ti así para que no vuelvas a dudar de que soy caballero y campeón de Dios, y que voy delante de los cristianos en su lucha contra los sarracenos". Además, le anunciaba que se disponía a acudir en auxilio del monarca Fernando I para otorgarle la ciudad de Coimbra.
Esta es una de las primeras ocasiones en que se le cita como "caballero". Pero existen otras referencias. A un nivel popular y eminentemente religioso, los peregrinos lo ven como "caballero del invictísimo emperador", esto es, Cristo. De esta forma claman para poder acceder a su sepulcro cuando encuentran el templo compostelano cerrado. En otros casos, esta denominación es interpretada como "atleta de Cristo", en clara referencia a su martirio y por ser tenido como caballero de Cristo. Por contra, el relacionado con el espíritu caballeresco es mucho más limitado, restringido a un segmento social más reducido, el de los caballeros. El modelo iconográfico más significativo es el de la talla que se guarda en la capilla de Santiago en el monasterio de las Huelgas de Burgos. Esta imagen sedente del siglo XIV, con los brazos articulados, sería utilizada para la investidura de los caballeros. Se le conoce como "Santiago del Espaldarazo" porque coronó a algunos reyes de Castilla. En este sentido, sabemos que el monarca Alfonso XI viaja a Compostela y recibe la caballería de manos de Santiago, tal como se narra en su Crónica: "El Rey se armó de todas sus armas tomando por sí mesmo todas las armas del altar de Sanctiago, que ge las non dió otro ninguno: et la imagen de Sanctiago, que estaba encima del altar, llegóse el Rey á ella, et fizole que le diese la pescozada en el carriello. Et desta guisa rescibió caballería este rey del Apóstol Sanctiago". Igualmente, se viene asegurando que armó caballeros, circunstancia que pudo suceder tras el sometimiento temporal de la nobleza rebelde. Alfonso XI parece restaurar la costumbre, caída en desuso, de armar caballeros antes de ser coronado como rey, según se estipulaba en las Partidas de Alfonso X. En efecto, en la Crónica de Juan I se afirma que, en 1379, "el dia de Santiago, adelante de este, dicho año [Juan I] se coronó en el Monasterio de las Dueñas de Las Huelgas; é en aquel dia que él se coronó, fizo también coronar á la Reyna. Otrosí aquel día armó cien caballeros". De hecho, la ceremonia debía estar presidida por la persona de superior rango: en el caso de armar caballeros dentro de la nobleza, el rey; en el de éste, el apóstol Santiago.
Una última forma iconográfica, aunque fuera del ámbito hispano -en áreas germánicas-, representa a Santiago como coronatio peregrinorum, en clara referencia a la querella de las investiduras. En todas ellas queda patente su papel militar y señorial. La espada que porta su mano derecha es símbolo de un modelo social contemporáneo: el guerrero feudal.Esta versión de Santiago "Caballero" favorece la fundación de la Orden de Santiago, grupo de caballeros que consagran su vida a la "guerra santa" contra los infieles. Los miembros de la Orden emplearon la espada, símbolo del martirio del apóstol, como emblema, pero terminaron por darle la forma de cruz. Esto es, la simbiosis del idealismo religioso y de su actividad bélica.
En conclusión, la figura de Santiago guerrero no debió de violentar el pensamiento y la sensibilidad de la sociedad de los siglos pleno-medievales, acostumbrada a oír noticias sobre el devenir de las Cruzadas y a socorrer, cuando no a estimular, a los caballeros de las Órdenes Militares, verdaderos protectores de los palmeros que se dirigen a Tierra Santa. Dicha unión religioso-bélica se encontraba, asimismo, en la creencia musulmana. El profeta Mahoma era propagador de la fe y predicador de la Guerra Santa al mismo tiempo. Santiago, antítesis de Mahoma según Américo Castro, comportaba la cristianización de las conductas bélico-religiosas musulmanas. Además, la cristiandad hispana ensalzó su figura como talismán y símbolo de la victoria contra los infieles; en otras palabras, resultó un elemento fundamental en el proceso de la reconquista peninsular.Junto al clima bélico de la época, que propicia la presencia de Santiago como "Matamoros" y como "Caballero", otro fenómeno capital se estaba produciendo en la Península Ibérica. La presencia habitual de peregrinos, muchos procedentes de más allá de los Pirineos, y la de colectivos de comerciantes y artesanos, aventureros y religiosos, sirve para fijar las nunca desaparecidas relaciones entre ambos mundos. Es conocido que, a partir de los siglos XI y XII, el culto apostólico y las peregrinaciones hacia Compostela comienzan a experimentar su mayor auge y a adquirir su dimensión europea. De esta forma, la tumba de Santiago se convirtió, por un lado, en el símbolo del avance de la Reconquista y, por otro, en la meta de una ruta esperanzadora. Por lo tanto, a partir del siglo XII, cuando la devoción a Santiago está en pleno auge, encontramos numerosas imágenes del apóstol vestido como peregrino: abrigado con túnica, cubierto con sombrero y ayudado de un bordón o bastón.
Son muchos los milagros que ejemplifican el papel de peregrino. En efecto, un joven de camino a Santiago es abandonado por sus compañeros. Poco después, muere por la fatiga del viaje. Otro caminante lo encuentra y se queda con él mientras invoca la ayuda de Santiago. El apóstol se les aparece a modo de Santiago "Matamoros", montado sobre el caballo blanco, y los conduce hasta Compostela, donde se supone que resucita al fallecido. Otros milagros, como el de el gallo y la gallina de la localidad riojana de Santo Domingo de la Calzada, nos permiten concluir que la figura apostólica se va convirtiendo en modelo de todos los que emprenden un camino con una finalidad solidaria. De esta forma, los peregrinos nunca viajan solos. Desde el momento en que se echan a andar, Santiago les acompaña y les protege de todo mal. Asimismo, sirvió de referente a multitud de gentes. El apóstol, "primer peregrino entre peregrinos", fue seguido por miles de caminantes de toda Europa.
El siglo XI servirá, asimismo, para integrar a Hispania en el Occidente cristiano. La llegada de gentes de distintos lugares de Europa y la actitud favorable a la integración político-religiosa de los distintos monarcas pamploneses y castellanos sirvieron para unificar las distintas elaboraciones imaginarias que circulaban en tomo a Santiago. De esta manera, surge a mediados del siglo XII el Liber Sancti Jacobi o Codex Calixtinus, obra atribuible a la Iglesia compostelana. Supone, en primer lugar, un compendio de tradiciones fantásticas al reunir en sus páginas la mayoría de las noticias atingentes a Santiago. Es decir, su edición viene a cerrar el desarrollo mitológico de la figura del apóstol. En segundo lugar, el Liber pretende promocionar la peregrinación. Para ello, aporta en sus cinco partes un amplio conjunto de datos sobre los textos y formularios de la liturgia santiaguista (milagros, traslación de su cuerpo a Galicia, sepultura, relaciones con Carlomagno y los principales detalles y etapas del Camino). En esta tarea, junto a la labor realizada por el papado y los monarcas hispanos en favor del impulso de Compostela, debemos mencionar a Diego Gelmírez, arzobispo de Santiago. A él se debe la finalización de la iglesia románica sobre los restos del apóstol y la reclamación para Santiago del título de ciudad apostólica, sin olvidar la redacción de la Historia Compostelana, obra significativa que nos informa de las ambiciones, proyectos y realización de Gelmírez y de la grandeza de la ciudad y de la Iglesia compostelanas. En resumen, "toda su obra se dirige a confirmar el prestigio y la grandeza de la Iglesia y de la Señoría compostelanas".
El Liber Sancti Iacobi cierra, como ya se ha dicho, cualquier otra innovación sobre el personaje. Ya no se incorporarán elementos nuevos. Claro que el apóstol seguirá acumulando milagros: devolverá la visión a los ciegos; sanará a los pobres tullidos; incluso volverá a hacerse presente en batallas, como en la de las Navas de Tolosa (1212), donde vencerá, una vez más, a los infieles; y seguirá socorriendo y protegiendo a los peregrinos que visiten su santuario. Para ese momento, su figura ha llenado una página imborrable del devenir hispánico y ha dejado huellas inolvidables, desde el momento en que se proclamó defensor del cristiano frente al musulmán y su culto sirvió, entre otras muchas cosas, para ampliar las relaciones de España con los territorios más septentrionales.
La definición del personaje había llegado a su fin, porque su ciclo imaginario ya estaba completo y la advocación a Santiago comenzaba a dar signos de debilidad. La Leyenda Dorada de mediados del siglo XIII es la mejor muestra: en su elaboración, Santiago de la Vorágine no incluye ninguna novedad significativa con respecto a lo ya mencionado por el Codex Calixtinus. Además, el siglo XIII marcará el nacimiento y desarrollo de otras devociones. Entre otras, la de la Virgen María estaba reclamando su protagonismo. Son otros tiempos, y las nuevas tendencias son muy bien recibidas y perfectamente defendidas por cistercienses y premostratenses, sin olvidar la sensibilidad despertada por la literatura cortés. Más tarde todavía, otras formas de piedad y otros protagonismos irán olvidándose de Santiago o, en el mejor de los casos, rivalizando con él, caso de santa Teresa de Jesús. ¡Soplan ya nuevos vientos!BIBLIOGRAFÍA
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Javier García Turza
Universidad de La Rioja
El Camino de Santiago y la Sociedad Medieval (págs. 15-29)
IER Logroño 2000