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Un acontecimiento de la magnitud de la Peste Negra, que se difundió en mayor o menor medida por toda la Europa cristiana, no limitó sus efectos a incrementar la mortandad, provocar un alza de los precios y los salarios y debilitar las rentas señoriales. Antes al contrario, su impacto se extendió a todos los aspectos de la vida social, a manifestaciones artísticas. Las propias opiniones de los contemporáneos acerca del origen de la epidemia ya son reveladoras del clima mental dominante en la Europa del trescientos. Incapacitados para ofrecer una explicación racional del fenómeno, los europeos de mediados del siglo XIV acudieron a las interpretaciones más pintorescas. Una de ellas, sin duda muy extendida, consistía en culpar a los judíos del mal, acusándoles de haber envenenado las aguas y corrompido el aire. Es cierto que algunos textos autorizados, como las Vitae Paparum Avenionensium, rechazaban rotundamente la idea de que los hebreos hubieran propagado el mal. No obstante, las opiniones de esta fuente pontificia sobre el origen de la pestilencia tampoco eran muy lúcidas, pues afirmaban que la muerte negra podía tener su génesis en las constelaciones o simplemente en la puesta en marcha de una venganza divina. ¿Cómo combatir la mortandad? Algunas medidas profilácticas se pusieron, sin duda, en práctica. Pero el remedio al que se acudió con más frecuencia fue de carácter religioso. En una sociedad traspasada en todos sus escalones por las ideas cristianas, y que vivía en diálogo permanente con la Providencia, no tiene nada de extraño que, ante situaciones críticas, como la provocada por la Peste Negra, se solicitara clemencia del Altísimo, organizando procesiones u otros actos similares. Esto se lee, por ejemplo, en el Decamerón, cuando Boccaccio, refiriéndose a Florencia, afirma que nada podía contener la propagación de la epidemia, ni la limpieza de la ciudad, ni la prohibición de entrada a los enfermos, ni las rogativas, procesiones u otras prácticas piadosas. Víctimas de un terrible mal cuyo origen desconocían y al que no podían detener en su mortífera expansión, los contemporáneos de la Peste Negra sintieron que el mundo se hundía. Desde nuestra perspectiva resulta muy difícil recrear el ambiente de terror que acompañó a la epidemia en su difusión por Europa. Pero los textos que se han conservado de aquel tiempo indican que se generó un clima al que, no sin cierta exageración, algunos autores han calificado de angustia existencial. La Peste Negra inspiró movimientos tan sorprendentes como el de los Flagelantes. Al mismo tiempo la mortandad ejerció una influencia de primera magnitud, tanto en las costumbres como en las mismas creencias religiosas. Pero, por encima de todo, la Peste Negra, y los sucesivos ramalazos pestilentes que le siguieron, hicieron de la muerte un tema de la vida cotidiana y un motivo de inspiración para escritores y artistas.
Flagelantes
En el año 1349, a raíz de la llegada de la Peste Negra y del inevitable pánico que sembró, se gestó un movimiento de corta duración conocido con el nombre de Flagelantes. Bandas de cientos y a veces miles de personas se dedicaron a recorrer los diversos países europeos haciendo penitencia y pidiendo clemencia al Señor Iban en procesión, llevando cruces, orando, escuchando sermones que predicaban algunos miembros del movimiento y flagelándose. Precisamente de esta última práctica deriva el nombre con que se les conoce. Integrados básicamente por gentes procedentes de las bajas capas sociales, los Flagelantes surgieron casi al mismo tiempo por todas partes, desde Hungría hasta Inglaterra y desde Polonia hasta Francia Se les solía presentar como procedentes del extranjero, si bien con posteridad se sumaban al movimiento gentes del propio país. Esto quiere decir que ante los cortejos de los Flagelantes las fronteras desaparecían. ¿Cómo vieron los textos de la época este movimiento? Acudamos a una fuente alemana, los Monumenta erphesturtensia. En ellos leemos lo siguiente: El mismo año (1349), millares y millares de miserables Flagelantes se difundieron por Turingia y por casi toda Alemania, hasta el punto de que se vio a más de 3.000 cerca de Erfurt, a 6.000 en Guenstaedt, y asi en las restantes ciudades. Estos Flagelantes hicieron mucho mal al clero por sus predicaciones y su arrogancia. El texto citado revela una actitud de abierta hostilidad hacia el movimiento, lo mismo que la mayor parte de las fuentes de la época. Al tono despreciativo con que se les considera, se añade la acusación de los males que causaron al clero Esto se debe, sin duda, a la posición adoptada por la jerarquía eclesiástica respecto a los Flagelantes. El movimiento fue prontamente condenado. El Papa Clemente VI lo definió como una superstición y una creencia errónea, decretando su prohibición, bajo pena de excomunión. Los obispos y gobernantes civiles debían de proceder a su dispersión. Se inició así una persecución contra los Flagelantes, que dio con algunos de ellos en la hoguera Ahora bien, ¿era el movimiento de los Flagelantes simplemente un sarpullido pasajero, una manifestación de histeria colectiva provocada por la angustia de la Peste Negra, o, por el contrario, podía apreciarse en el mismo una corriente de pensamiento claramente herética? Los Flagelantes invocaban el socorro de la Virgen y de los santos y albergaban en su seno numerosos elementos místicos, pero al mismo tiempo hacían una severa crítica a la jerarquía eclesiástica. El sentido morboso que indiscutiblemente había en el movimiento iba unido a un anticlericalismo rabioso. Los Flagelantes no sólo acusaban a la Iglesia de descuidar sus deberes, sino que al mismo tiempo afirmaban, preludiando doctrinas de gran predicamento en el futuro, que cualquiera podía conseguir la gracia sin la mediación de la Iglesia, la confesión ni la indulgencia. A los ojos de los Flagelantes la jerarquía parecía superflua, de ahí que ésta reaccionara con energía para cortar de raíz el subversivo movimiento. El terror causado por la muerte negra había desembocado, a través de la aparición de las bandas de Flagelantes, en un terreno inesperado: la puesta al descubierto de males profundos que aquejaban a la Cristiandad y que sólo necesitaban para aflorar una ocasión propicia. El movimiento de los Flagelantes, para muchos un simple estallido de cólera popular (una enfermedad del pueblo se le llamó también), había revelado la profunda hostilidad al clero que había entre la gente menuda.
¿Relajación de las costumbres o renuncia del mundo?
Si la muerte todo lo arrasaba, ¿qué actitud podían adoptar los supervivientes de tan dura prueba?, ¿apurar al máximo esta vida pasajera, aferrándose a los placeres mundanos, o, por el contrario, retirarse del mundo, preparándose a bien morir y a ganar la vida eterna? Ambos tipos de respuesta, contradictorios entre sí, se dieron en Europa en la segunda mitad del siglo XIV y los primeros años del XV. Los dos eran réplicas, a su modo, al clima de angustia creado por las mortandades y las catástrofes de la decimocuarta centuria. Frente a los Flagelantes y la exaltación del pietismo, Europa conoció, en los años que siguieron a la difusión de la Peste Negra, el desencadenamiento de un vitalismo explosivo y de una auténtica pasión por el disfrute de los bienes terrenales. Los poderes públicos intentaron, inútilmente, regular el consumo, pretendiendo que éste se adecuara a la estructura social vigente. Las costumbres tradicionales ciertamente se habían relajado. Mejor que nuestras palabras es escuchar a un cronista de la época, el florentino Mateo Villani, el cual captó espléndidamente el clima creado por la gran mortandad en las costumbres de sus conciudadanos: Podia suponerse que los hombres que habian salvado su vida en los años de la peste, después de haber visto a sus parientes exterminados, se harian mejores, más humildes, virtuosos y católicos, que evitarian el pecado y que estarian plenos de amor los unos para con los otros. Pero ahora que la peste ha cesado se ha producido exactamente lo contrario, pues los hombres, enriquecidos de bienes terrenales, gracias a las herencias y a las sucesiones, y una vez olvidados los sucesos pasados, llevan una vida más escandalosa y más desordenada que antes. Pecan por glotoneria, sólo buscan los festines, las tabernas y las delicias en la comida, se visten de formas extrañas, inhabituales e incluso deshonestas. El pueblo menudo, ante la excesiva abundacia de cosas, no quiere ejercer los oficios habituales, exige para su mesa alimentos caros y se admite que las mujeres de baja condición se casen con ricos vestidos que habian pertenecido a damas nobles ya difuntas. Nuestra ciudad se ha abandonado a una vida deshonesta, y de manera similar, o aún peor, acontece en las restantes ciudades y paises del mundo. Pero el siglo XIV conoció igualmente la exploración de nuevos caminos de la mística. Desde principios de la centuria hasta Ruysbroeck, muerto en 1381, corre un rosario de experiencias anunciadoras de lo que más tarde se llamaría la devotio moderna. Paralelamente se formaban fraternidades, como la de los Hermanos de la vida en común, que buscaban la santificación personal a través de la meditación y la ascesis. En estos círculos se gestó, a comienzos del siglo XV, la Imitación de Cristo, obra probablemente de Thomas Kempis. La renuncia a este mísero mundo alcanzaba unas cotas difícilmente superables. Todas estas corrientes de tipo religioso, que ponían el acento en el desprecio de lo terrenal, ¿no recogían de alguna forma la tragedia vivida por los europeos en el siglo XIV a causa de la difusión de las grandes calamidades, y en primer lugar de las mortandades? La piedad popular fue asimismo influenciada por el ambiente dominante en la época. Para combatir la angustia individual se intensificaba la vida comunitaria, de ahí la proliferación de las cofradías piadosas a fines de la Edad Media. Los fieles, presos del terror, buscaban ansiosamente una tabla de salvación, que podia proporcionársela lo mismo el culto a la Virgen, en auge desde mediados del siglo XIV, que el contacto permanente con lo sagrado a través de la veneración de las reliquias. Se huía de la muerte, pero el dolor y la tragedia estaban presentes por aquellos predicadores que se complacían en lo morboso. A veces se describía con tanta minuciosidad la pasión del Señor que el clérigo Olivier Maillard afirmó en un sermón que Cristo había recibido en la flagelación ¡5.475 Iatigazos! En un clima de esta naturaleza no tiene nada de extraño que prosperasen tarta la superstición como la brujería Es evidente que todas estas manifestaciones de la religiosidad popular tienen su explicación a partir de la existencia de un clima previo propicio, no pudiendo en modo alguno suponérselas consecuencia sin más de la llegada a Europa de la Peste Negra. Pero la propagación de la gran mortandad contribuyó sin duda a acentuar esas condiciones, facilitando el afloramiento de esas corrientes.
Literatura y arte
La muerte, en la segunda mitad del siglo XIV, estaba a la orden del día. Por ello la literatura y el arte tuvieron que recoger su temática. El clima de horror puesto en circulación por la difusión de la Peste Negra y las restantes mortandades se vio plasmado, desde el punto de vista literario, en el tema de las Danzas Macabras. La muerte invitaba a bailar a los humanos, a los que iba llamando en función de su posición en la estructura social, pues comenzaba por los Papas y los emperadores y concluía por los humildes labriegos. Por lo general, el tema daba pie para efectuar una aguda critica social de los diversos acompañantes de la muerte, la cual, en última instancia, jugaba un papel democratizador, al igualar, por decirlo con las palabras de Jorge Manrique, a los que viven por sus manos y los ricos. Es posible que la primera Danza Macabra elaborada fuera la francesa. La Danza de la Muerte castellana, de autor desconocido, data, al parecer, de comienzos del siglo XV. También el arte recogió la herencia de las mortandades. el esqueleto o el cadaver putrefacto, el rostro carcomido, etc., son figuras que se multiplican desde finales del siglo XIV. A través de ellas los artistas deseaban recordar a sus semejantes el fin que aguardaba a todos los mortales. Las pinturas murales del camposanto de Pisa, atribuidas a Traini, constituyen un buen testimonio de la presencia viva del tema de la muerte en la Europa del siglo XIV. En la decimoquinta centuria la nota distintiva de las esculturas fue, en contraste con el sereno clasicismo del siglo XIII, la melancolía, expresión inequívoca de un mundo doliente que, no obstante, se resistía a ser víctima de la tragedia. Otras muchas manifestaciones de la vida del espíritu recibieron asimismo el impacto de las pestes. ¿Cómo no recordar el éxito alcanzado a fines del siglo XIV por el Dies irae, canto fúnebre que remontaba como mínimo al siglo XII, pero cuya expansión definitiva sólo se produjo en la Europa abatida por las mortandades?
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