LAS CANTIGAS ERÓTICAS DE ALFONSO X EL SABIO
La muerte de Fernando III el Santo en el real alcázar sevillano, el 30 de junio de 1252, marca para Castilla y León el fin de una época, la de los grandes reyes y de las grandes conquistas. Porque Alfonso X, su hijo, no fue un gran rey, ni por supuesto un santo. A los ojos del historiador se revela como un hombre débil e indeciso; aunque estudioso, poeta y sabio, si bien esto menos de lo que él creyó. Los rotundos triunfos de Fernando III contra los moros, su integridad personal y la unidad de los nobles en torno a la Corona se volvieron con Alfonso debilidad militar, disensión dinástica y levantamiento de los grandes señores. Pero no sería justo echarle toda la culpa al nuevo rey. De hecho, Fernando legó a su hijo una situación complicada, que hubiera requerido un hombre enérgico y astuto, capaz de dominar la violencia con la violencia y responder a la astucia con astucia. Indudablemente, Alfonso no era la persona indicada para tal cometido. Cuando accedió a la Corona, a sus treinta y un años, sólo se había distinguido por el amor a la cultura y la afición a rodearse de juglares y bellas juglaresas, las vulgarmente llamadas soldaderas. De su madre, Beatriz de Suabia, había heredado una refinada sensibilidad de corte más germánico que castellano. Ya en vida de su padre y en el seno de la familia real, Alfonso se sintió presionado por una atmósfera emocional hostil. Muerta la dulce reina Beatriz de Suabia en 1235, Fernando III se había vuelto a casar con la francesa Juana de Ponthieu. La nueva soberana, joven, hermosa y de fogoso temperamento, no sinpatizó nunca con el suspicaz y sensitivo príncipe heredero. Para colmo, resultó que la madrastra intimó mucho con Enrique, hermano menor de Alfonso, muchacho ambicioso y de una vitalidad irreprimible. Ya en 1246, en presencia de su padre Fernando III, el infante Enrique se negó a prestar juramento de vasallaje a Alfonso como príncipe heredero. En la familia del rey santo no se respiró siempre el ambiente de virtud y concordia que cabría esperar. La predilección de la bella Juana de Ponthieu por su apuesto hijastro Enrique dio lugar a maliciosas interpretaciones. Alfonso se casó con Violante, hija de Jaime I el Conquistador, en 1246, cuando aquélla contaba sólo doce años. Aún tuvo que esperar otros dos para consumar su matrimonio. Y, cuando lo hizo, pasaron cinco años más sin que diera muestras de fecundidad, ante la creciente ansiedad de su marido, que pensó incluso en repudiarla. Tal situación favoreció la dispersión erótica de Alfonso, quien buscó fuera del hogar un terreno más adecuado para la afirmación de su virilidad. A esta época corresponden diversos amoríos con damas de la nobleza, de las que tuvo varios hijos naturales. La más conocida de estas amantes fue doña Mayor Guillén de Guzmán, de la que nacería Beatriz, la hija predilecta del futuro rey sabio. Tampoco fueron cordiales las relaciones de Alfonso X con la nobleza. Sus ideales y procedimientos nunca coincidieron. La delicada sensibilidad de Alfonso y su superior cultura le colocaron a un nivel que sus contemporáneos no supieron entender. Aislado, incomprendido y acosado, sólo se sentía en su elemento entre literatos, trovadores y soldad eras. La feroz libertad de lenguaje y de costumbres imperantes entre los juglares proporcionaron a su espíritu un desahogo y un estímulo, ya desde los años de su juventud. En efecto, Fernando III el Santo, también él aficionado a la poesía y a la música, fue un generoso protector de la juglaría, que pudo disponer de la Corte y del palacio real como de casa propia. El joven Alfonso X, en su papel de príncipe ilustrado y libertino, conectó ampliamente con las inquietudes de la juglaría. Se identificó con su anhelo de un nuevo orden social y de una nueva moralidad, que diera preeminencia a la libertad de espíritu y al deseo de disfrutar a fondo de la vida y del amor. Para los juglares españoles del siglo XIII, al igual que para sus contemporáneos e u ropeos, los goliardos, el amor era, más que sublimes sentimientos y suspiros románticos, pasión y gozo carnal. La habilidad artística y desgarrado ingenio de estos personajes, en su mayor parte vagabundos, bohemios y mujeres de vida alegre, les abría las puertas de mansiones y castillos e incluso de los monasterios. En vano la jerarquía eclesiástica intentó evitar esta equívoca promiscuidad. A pesar de los numerosos cánones emanados con tal propósito por los concilios celebrados a lo largo de todo el siglo XIII, en 1324 la moda juglaresca aún estaba en pleno auge.
Estas soldaderas, cantadoras, bailarinas, meretrices o lo que saliese, son para nosotros, al igual que los juglares, testigos insustituibles de la vida y milagros de los principales personajes de su época. En mordaces y desvergonzados versos, las celebérrimas cantigas de escarnio nos transmitieron el más acabado retrato moral de su tiempo.
El poder de seducción del clérigo bordeaba lo taumatúrgico. A las mujeres endemoniadas, con tal fuerza y destreza las poseía, que expulsaba de ellas el demonio malvado. Si encontraba a alguna chica afectada por el llamado fuego de San Marcial, por el mismo sistema le extirpaba el mal.
Otra de las cantigas eróticas de Alfonso el Sabio va dirigida a María Pérez Balteira, célebre soldadera y cortesana, sin duda un personaje de primera fila de la historia galante medieval. Aunque conocida ya en la Corte en los últimos años del reinado de Fernando III, su belleza, arte y vida escandalosa brillaron sobre todo bajo Alfonso. Un curioso diploma fechado en 1257 nos presenta a María Pérez otorgando una donación al monasterio cisterciense de Sobrado (4). A cambio de unas tierras heredadas de su madre y de los servicios que ella misma en persona se obligaba a prestar a los monjes «como familiar e amiga», la Balteira recibiría una renta vitalicia y, a su muerte, un honorífico entierro. No especifica el documento cuáles eran los servicios que la Balteira se comprometía a conceder a los buenos frailes. Pero, conociendo los encantos e inclinaciones personales de doña María y el relajamiento de las costumbres monacales, nos inclinamos a pensar que se trata de cierta prestación amatoria o derecho de pernada.
Aún brillaría bastantes años en la Corte castellana la bella soldadera. Con su habilidad en el canto, la danza, la poesía y otras artes más tiernas siguió enamorando a. juglares y poetas, Pero de Ambroa anduvo loco por ella y Pero Mafaldo se confiesa muy coitado por amores de la Balteira. Mujer dinámica y andariega acompaña a las huestes del rey, comparte sus campamentos y las zozobras del combate y alegra con sus gracias las duras jornadas de los guerreros, Los últimos destellos de su singular personalidad se admiraron durante la azarosa campaña de Andalucía de 1262 a 1265. En conexión con una conspiración de la nobleza castellana contra Alfonso X se produjo por esos años una sublevación de los reyes moros de Murcia y de Granada, tributarios ambos de Castilla. Los rebeldes de Murcia fueron sojuzgados por Jaime I de Aragón, en un generoso gesto de solidaridad. De la sumisión de Granada se ocupó el mismo Alfonso. Consta en documentos históricos que la Balteira contribuyó de manera especial y personalísima al triunfo de su soberano. Recordando el dicho de «divide y vencerás», Alfonso X concibió el proyecto de debilitar al rey granadino provocando la escisión de los malagueños. Para ello envió una embajada secreta, en la 'que figuraba María Pérez, para que se entrevistase con los hermanos Beni Escaliola o Axkilula, caudillos árabes de Málaga, Guádix y Comares. Los Beni Escaliola se resistieron por un tiempo a pactar con Castilla. La Balteira tuvo que poner toda la carne en el asador. Aseguran los cronistas que para lograr su propósito hubo de seducir a uno de los Escaliola (7). La victoria se celebró con toda suerte de poemas conmemorativos. La razón de Estado impidió revelar a toda luz la naturaleza de los argumentos esgrimidos por la Balteira durante las negociaciones. Pero lo que podemos leer entre líneas es suficiente:
La popularidad de la Balteira alcanzó proporciones increíbles también en Andalucía. Cuando la gente pedía noticias de la frontera, lo primero que preguntaba era sobre las andanzas de María Pérez. El rey recompensó con esplendidez sus servicios. Cuando, con el paso de los años, la Balteira sintió que las fuerzas y galas de la juventud la abandonaban se retiró a su Galicia natal. Seguramente se estableció no lejos de Sobrado, donde seguiría cobrando su renta anual. Los trovadores nos la retratan al pie del confesonario, repasando su conciencia y lamentando su único pecado:
El miedo a la muerte, tan arraigado en aquellas tierras, le obligaba a tener siempre a su lado a cierto clérigo para que la defendiera del diablo. Pero luego se compadecía del pobre fraile y, como limosna, le hacía compartir su lecho. Pero de Ambroa, su enamorado, protestaba de semejante abuso. No había derecho a que la vieja ramera malgastase con un miserable clérigo los ahorros ganados en la casa del rey (9). No creemos que a Alfonso el Sabio le preocupara demasiado cómo administraba sus bienes su antigua protegida. El torbellino de la guerra, de las intrigas familiares y de la pasión política o cultural fue absorbiendo cada vez más los desvelos del monarca.
NOTAS
(1) R. Menéndez Pidal, Poesía juglaresca y juglares, Madrid, 1969, pág. 49. (2) Cantigas d' escarnho e de mal dizer dos cancioneros medievais galego-portugueses, edición crítica por el profesor M. Rodrigues Lapa, Coimbra, 1967, Cantiga 147, pág. 234. (3) Cantiga 23 de la ed. de M. Rodrigues Lapa, pág. 42. (4) R. Menéndez Pidal, Poesía juglaresca y juglares, páginas 121-126. (5) Ibídem, pág. 122. (6) Cantiga 11 de la ed. de M. Rodrigues Lapa. pág. 175. (7) A. Ballesteros- Beretta, Alfonso X el Sabio, Barcelona, 1963, pág. 381. (8) Cantiga 425 de la ed. de M. Rodrigues Lapa, pág. 620. (9) R. Menéndez Pidal, Poesía juglaresca y juglares, páginas 124-125.
Luis Alonso Tejada HISTORIA 16, Nº.40 , 1979, pp. 105-109
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EL DESORDENADO AMOR DE ALFONSO XI La Cantica de los clérigos de Talavera nos cuenta que el arzobispo don Gil les envía una carta conminándoles a deshacerse de sus mancebas. La consternación del cabildo es general, o casi general:
ya que, ¿cómo van a dejarlas abandonadas cuando, además de ser una acción inhumana, va contra la caridad que ellos mismos tanto predican? Pues, en verdad, si han tomado mujeres en sus casas no es, según se excusan, sino por tratarse de mujeres desamparadas:
La ironía del autor, Juan Ruiz, clérigo él mismo por ser arcipreste de Hita, resulta evidente en estos versos. Pero la realidad es irónica también en aquellos tiempos, y tanto la literatura como la historia nos muestran que el clero, regular o secular, estaba muy lejos de alcanzar la perfección en materia de castidad, como también en obediencia y en pobreza. Baste recordar los Milagros, de Gonzalo de Berceo, que nos habla de monjes fornicadores y de monjas encintas, obligando a la Virgen a desplegar una actividad incansable de contra-Celestina, para hacernos una idea de la propagación del «mal». El hecho de que la mayor parte de tales milagros tengan como personajes a estos quebrantadores del sexto mandamiento y que se dediquen a ellos, es muy elocuente. Pero el arcipreste de Hita no necesitaba ir tan lejos para inspirarse. Para ello cuenta, además, con la poesía goliardesca (de donde toma el motivo de esta «cantica», levemente retocada) y de su propia vida de goliardo. Sus encuentros con las serranillas, que le obligan a cumplir como hombre, y sus amores con doña Endrina, con una mora y con una monja hablan por si mismos. Volvamos, pues, a nuestros clérigos de Talavera. Indignados ante tal orden, cuyo promotor lejano es el Papa, deciden no cumplirla, para lo cual van a reclamar al rey. Así, el deán propone y
Evidentemente, todos se ponen de acuerdo, pues las razones son de peso y el reyes la persona idónea. Veamos las razones, sutilmente expuestas en un lenguaje lleno de doble sentido. En efecto, natural, significaba el vasallaje debido al señor de un territorio, significado con el que aparece en mil textos de la Edad Media; y aquí también, pero enriquecido con el sentido primitivo, es decir, perteneciente a la naturaleza, uno de cuyos impulsos es, según Juan Ruiz, yazer con fenbra plazentera. Esto último se ve reforzado inmediatamente después con la frase todos somos carnales, en donde se vuelve a jugar con la doble significación, puesto que carnales, en aquella época, podía hacer referencia a lo humano, en oposición a lo divino, es decir, todo lo que es imperfecto, débil, flaco. Pero también, y éste es el caso en que se encuentran los talaveranos, atraídos por la carne (en todas sus acepciones). Por otra parte, le sirven bien, le son leales, sin que nadie explicite en qué consisten esos servicios, si se refieren a que pagan sus impuestos, rezan o hacen la guerra. La lealtad ha de ser entendida, pues, en el sentido de que no hacen otra cosa que lo que practica el mismo rey, y en eso servímosle muy bien maguer (= aunque), somos clérigos. Vengamos ahora al rey de Castilla, que les comprenderá muy bien y
Tal rey no es otro que Alfonso XI, cuya agitada vida amorosa era del dominio público. En efecto, este monarca, uno de los mejores que Castilla conoció, se había enamorado perdidamente de doña Leonor de Guzmán, mujer de extraordinaria belleza a decir de los cronistas, viuda, por otra parte, por lo que comprendería perfectamente a los clérigos, pues, al fin y al cabo, todos somos carnales. La atracción que esta dama ejerció sobre el rey fue irresistible, hasta tal punto que abandonó por completo a su esposa, hija del rey de Portugal, circunstancia que le pudo acarrear desastrosas consecuencias no sólo por la enemistad que esto le supondría, sino también por la ayuda que habría de prestar a la levantisca nobleza castellana en aquella época, sin contar con la posible interrupción de la Reconquista que el castellano había reanudado. El rey arrostró todas estas circunstancias impulsado por el amor hacia doña Leonor, y fue de tal intensidad, carácter y duración que, en el tiempo en que vivieron juntos (hasta el final de sus vidas, que llegó casi al mismo tiempo). le hizo no menos de nueve hijos (por uno a su mujer). Evidentemente, tal situación no podía por menos que escandalizar, particularmente entre la nobleza y mucho más en la Iglesia. El papa Benedicto XII no dejó de advertirle, como a los clérigos, que cesaran las relaciones. El rey, según se sabe, no prestó precisamente mucha atención a tal advertencia y, falto el ejemplo del guía, los clérigos talaveranos hicieron lo mismo, le fueron leales. Lo anómalo de la situación, en uno y otro caso, venía del hecho de que los amores eran públicos y no de la existencia del propio amor. En el caso del rey, Alfonso XI no había sido el primero en tener amigas ni sería tampoco el último, pues las Partidas reglamentaban incluso las excusables relaciones de los señores, alejados de sus hogares por motivos de guerra, con barraganas. Pero de ahí a colocarla en el sitio que correspondía a la esposa, en la guerra como en el amor, había un paso que nadie podía dar.
Versos para una dama
Pero Alfonso no hizo lo más mínimo para salir al paso de las protestas que su conducta provocaba. Antes bien, lo único que le preocupó fue agradar cuanto más pudo a su bella amiga. Esto lo llevó a cabo, aparte de con su actitud, mediante el procedimiento más empleado por los enamorados medianamente cultos: con una poesía, actividad para la cual también encontró tiempo, entre sus empresas guerreras (batalla del Salado y conquistas en la Andalucía del sur) y sus batallas amorosas (diez hijos conocidos históricamente). Tal poesía, conservada en el cancionero gallego-portugués, llamado de Colocci-Brancuti, contiene, dentro del contexto tradicional de la poesía amorosa, cuatro versos singulares:
Tal mal dizer no es otra cosa que la noticia o el rumor extendido de que se ha enamorado de una dueña, lo cual podría hacer creer que el poema va dirigido a su mujer y no a su amante. Pero sería ridículo que se excusara ante la primera, en la que solamente se detuvo para que le diera un hijo que heredara el reino, quizá también el de Portugal, si la situación se presentara. Sería ridículo igualmente que dijera a doña María, su esposa, que se habia enamorado de una dueña cuando sus amores con doña Leonor eran del dominio público. No, doña María sabía muy bien que tenía una rival, a la cual le cortaría la cabeza en Talavera apenas su marido se había enfriado bajo tierra. Los versos citados están, pues, dirigidos a doña Leonor, a la que ha colocado en la parte de su corazón y de su trono debidos a la reina. En ellos viene a decirle que sólo Leonor es la depositaria de su amor, asegurándola de ello, pase lo que pase.
Ni un reproche
Tal situación es perfectamente comprendida y aceptada por nuestros talaveranos. ¿Qué harían las viudas sin ellos?, dicen tan pícara como desgarradamente los que no critican en absoluto la conducta de su señor, cosa que, por otra parte, era su obligación como hombres de religión. El amor es lo más fuerte en esta vida, y puede herir a cualquiera sin reparar en su condición ni estado, parecen decimos. En ninguno de los versos hay ni la sombra de un reproche ni se expresa el propósito de rezar, a fin de que Dios ilumine su alma para que rectifique su vida. Tampoco se advierte al monarca que su acto podrá tener desastrosas consecuencias para el reino: los agoreros que vaticinaron desgracias celestiales a don Rodrigo por sus amores con la Cava están aquí olvidados. Alfonso no sólo presta oídos sordos a estas amenazas al seguir con Leonor, sino que, además, sigue ganando batallas a los moros. Y que no se le hable de abandonarla. Como el deán dice:
Y, en efecto, el rey la tomó, como queda dicho. Las alusiones a los amores de Alfonso XI parecen, pues, evidentes y no sería extraño, por otra parte, que cada uno de los talaveranos expusiera, ocultándola en sus propias palabras, la situación exacta del soberano. Son muchos los detalles significativos, pero hay uno de particular relieve. Se trata del hecho de que esta Cantica se incluya al final del Libro del Buen Amor, sin conexión alguna con los episodios precedentes. Su lugar más idóneo hubiera sido al principio de la obra o entre dos amores del arcipreste. Incluida al final, como añadido circunstancial, casi de corre-prisa, hace pensar que quería aludir a un acontecimiento de excepcional importancia, como podría ser la amonestación de Benedicto XII a los amores del monarca. Esta amonestación es, a fin de cuentas, el origen y el motivo de la reunión de los clérigos. A doña María sólo le quedó la satisfacción de la venganza y un pequeño calificativo, otorgado por el autor del Poema de Alfonso Onceno:
De su aspecto físico podría quizá dudarse. De lo que no cabe duda es de que su marido, casado con ella por conveniencias, la condenó a una forzada honestidad.
Juan Victorio Universidad de Lieja
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