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La versión oficial, representada principalmente en la Primera Crónica General (en adelante PCG) (2), redactada por Alfonso X el Sabio, cuenta que, a la muerte del conde don Sancho le sucede su jovencísimo hijo García Sánchez en el condado castellano. Sus más cercanos colaboradores le aconsejan que solicite de Bermudo III, rey de León -del que Castilla depende de iure-, la mano de su hermana doña Sancha, que, entre otras ventajas, le reportaría el suculento título de rey de Castilla. García accede al requerimiento y planea viajar a León para conocer a su prometida. Pide entonces el joven al rey Sancho Garcés el Mayor, de Navarra, su cuñado, que le acompañe, petición que Menéndez Pidal estima de origen épico, procedente del cantar perdido. Añadamos que el rey leonés es también cuñado del castellano (ver cuadro). Durante el viaje de ambos, al pasar por Monzón, en tierras palentinas, un conde castellano, Fernán Gutiérrez, se reconoce vasallo de García y le entrega esa y otras ciudades (cap. 787).
El crimen Tras pernoctar en Sahagún, arriban los viajeros a León. Ausente el rey de ésta, los visitantes no se hospedan en la ciudad: García instala su campamento en el barrio de Trobajo, y Sancho III, en el campo, decisión absurda -a cuenta del cantar perdido-, si se considera que han hecho juntos el viaje, mas no tan disparatada si la achacamos a exclusiva invención del cronista, empeñado en alejar al monarca navarro del campo de operaciones del inminente crimen. En territorio leonés habitan los descendientes del conde Vela, un castellano desterrado hace años por el padre de García, a los que la visita de éste reverdece odios antiguos e incita a la venganza. Para cumplirla se encaminan a la ciudad, donde, rodeado de honores y acompañado de escasa escolta, recibe pleitesía el desprevenido García. Entre los que besan su mano, figuran los traidores. Magnánimo, García les levanta el destierro y les devuelve sus tierras. Marcha después a ver a su prometida. Los jóvenes se enamoran profundamente y doña Sancha se alarma de que García no lleve prácticamente escolta. García intenta consolarla asegurándole que no tiene enemigos. No desconfía, naturalmente, de los Vela, que, poniendo en marcha sus planes, matan primero a la escolta y luego al conde, que acude en ayuda de los suyos. Ni la promesa de aumentarles las tierras ni las desesperadas súplicas de doña Sancha detienen el puñal de los asesinos. Uno de ellos, Fernán Laínez, la abofetea y arroja por las escaleras. Enterado de la tragedia, el rey navarro se presenta a las puertas de la ciudad que, cerradas, le impiden el acceso. Cuando solicita se le entregue el cuerpo del joven, se lo lanzan desde el muro. Se supone, así, que ante la pasividad de los leoneses, el bando de los Velas se ha apoderado de la ciudad. El rey navarro recoge el cadáver de su cuñado y lo entierra en el monasterio de Oña, al lado de su padre (cap. 788). Los asesinos parten hacia Monzón con el propósito de tomar la plaza. Su señor, Fernán Gutiérrez, que pocos días antes ha prestado vasallaje a García, finge acogerlos mientras avisa de la situación al rey navarro Sancho III, que no tarda en personarse. Fernán Laínez logra escapar y se refugia en Asturias. Los restantes son capturados y quemados vivos. Fernán Gutiérrez, de carácter decididamente flexible, se torna ahora vasallo del rey navarro, dándole a éste las plazas que antes diera a García. Sancho de León se desposa con el hijo de Sancho III, Fernando, el que poco después sería Fernando I de Castilla y León. Pero antes de la boda exige la novia, como condición previa a que se celebre, la muerte del asesino que aún queda con vida. Una gran operación de captura se monta y el traidor es apresado. Doña Sancha se venga atrozmente cortándole la manos, sacándole ella misma los ojos y montándolo en una mula. Un pregonero acompañará al mutilado explicando por toda Castilla los motivos del castigo. Sancho, sospechoso Saben bien los lectores de novela policiaca que el responsable de un asesinato -independientemente de quien lo ejecutó- es el que se aprovecha del mismo. Y en este relato, resulta beneficiada la casa real navarra. Ya se ha visto el aparente absurdo del viaje de Sancho; su compañía no da protección a García, se limita a pedir su cadáver y si luego venga la muerte es por aviso del conde Fernán Gutiérrez o por exigencias de doña Sancha. Así pues, hay que suponer que si él es el cerebro de la operación, la idea de acompañar a García sería suya, no de la futura víctima, lo que contaría el cantar. El cronista sería responsable de la acampada del navarro fuera de León para evitar que cayeran sospechas sobre él. Que la responsabilidad de Sancho no está libre de sospecha es algo que no precisa suposiciones. Hay demasiados intereses en juego como para considerarle instigador del crimen. En primer lugar, hay que destacar el estudio histórico de Ramón Menéndez Pidal (3), por el que Sancho de Navarra, con profundo afán expansionista, había puesto los ojos en los territorios al oeste de su reino, es decir, Castilla, presa fácil mientras estuviese a cargo de un jovenzuelo soltero, con la simple categoría de conde y hermano de su mujer por añadidura. Esta, si la ocasión se presentaba, podría hacer valer sus derechos al condado. De ahí que Sancho se hiciera nombrar tutor de García, La situación cambiaba, sin embargo, de casarse García y obtener el título de rey de Castilla; entonces las pretensiones del rey navarro no tendrían otro cauce que la guerra abierta. Ante esta tesitura se imponía la muerte del obstáculo a las apetencias regias, y acusaciones en este sentido contra el rey navarro, más o menos veladas, no faltan. Como acaba de decirse, el cantar juglaresco sería el más virulento y esto explicaría su desaparición. Otros documentos indirectos acusan asimismo al navarro, como el epitafio de la tumba de Oña donde fue enterrado García; en él puede leerse en latín una alabanza al guerrero que prometía ser y los nombres de los que lo mataron a traición: Muño Gustioz, Gonzalo Muñoz y Muño Rodríguez, es decir, ningún Vela. Para que sus nombres constasen en piedra, debía haber completa garantía de su culpabilidad. ¿Habrá que suponer entonces que los Vela no aparecían en el cantar perdido? ¿Quiénes son, pues, los asesinos? La primera circunstancia a considerar es que se trata de personajes históricos (4) que se hallaban en la Corte castellana al servicio de García. De los Muño se pierde toda noticia a partir del asesinato, pero de Gonzalo Muñoz se sabe (5) que pasó al servicio de Sancho de Navarra, según confirman documentos en los que el rey navarro se proclamó indebidamente rey de Castilla incluso antes de la muerte de García. Así hay que suponer que las pretensiones de Sancho le hacen sospechoso antes de iniciarse el viaje a León; que esas pretensiones contaban con el apoyo de un partido favorable en la Corte castellana o con alguno de los nobles más allegados, quizá los que se encargaron de su protección. Gonzalo Muñoz, pese a ser oficialmente uno de los asesinos, según el epitafio de la tumba de Oña, continuó gozando de privilegios en la Corte castellana durante el reinado de Fernando l. Y otro personaje que se pasa al servicio del navarro sin mayores dificultades es Fernán Gutiérrez, el cual representaría literariamente la misma función que el anterior en la realidad. Por fin, el conde Fernán Laínez, aquel que más feroz se muestra en el crimen, se sabe que también existió históricamente. Del estudio de Menéndez Pidal podemos saber que era leonés, al servicio de Bermudo III, al que no siguió a Galicia cuando fue expulsado de León por Sancho. Más aún, este Fernán Laínez era primo hermano del rey navarro, y una vez muerto Sancho y habiendo recuperado su trono Bermudo, reanudó sus servicios en la Corte leonesa hasta la muerte del rey, vencido por Fernando I, su cuñado, en cuya Corte no tuvo ninguna dificultad a pesar del comportamiento que había tenido, según el cantar, con doña Sancha. Pero, como sabemos, este personaje sufre en el cantar un atroz tormento aplicado por la propia doña Sancha. ¿Cómo se explica, pues, que haya tal divergencia de trato entre la versión juglaresca, según su prosificación cronística, y lo que sucedió realmente? Pero, ¿cuenta realmente tal tormento la versión juglaresca? Cuesta creerlo. Dicha versión estaría, por el contrario, mucho más cerca del espíritu del epitafio de Oña. El tormento de Laínez, no lo olvidemos, escapa ya propiamente a la narración de la vida de García, y se nos presenta como un epílogo añadido a posteriori (6), no sólo para que Sancha se vengue (mayor venganza hubiera sido que rechazara la boda posterior), sino para que Sancho se justifique, alejando de sí toda sobra de sospecha. El epílogo sería pura obra del cronista oficial, que no encontraría ningún obstáculo en forzar la verdadera historia de aquellos acontecimientos (y esto era moneda corriente entre ellos) ni en sacrificar un vasallo en pro de su señor, vasallo al que, además, Fernando I confiscaría sus bienes, es decir, sufriría, de todas formas, el desfavor real.
Se podría dar ya por concluido el asunto de la culpabilidad de Sancho. No obstante, pienso que existe aún una prueba mucho más acusatoria en la que nunca se ha reparado, que sepamos. Se trata de la muerte de este rey. Su importancia en la historia de la época bien hubiera valido un relato mucho más detallado de los últimos momentos de su vida. La PCG dice así en el capítulo 800:
La importancia que se concede a esta anónima fuente juega en favor de la autenticidad de la noticia. Lo lamentable, y revelador al mismo tiempo, es que no se expongan las causas que pudieran explicar tal acto, y hemos de descartar que no las hubiera. Estas no pueden ser otras que una venganza, realizada traicioneramente quizá, asunto tan frecuente en la literarura épica como en la vida misma. Recordemos que otro Sancho (II de Castilla), nieto del anterior, muere también a traición, tal como nos cuenta el final del cantar conocido con el nombre de Cerco de Zamora. Ante lo escueto del relato cronístico y la pérdida del cantar a que nos estamos refiriendo, hay que aventurar a silentio que la muerte del conde García no quedó sin castigo y que los castellanos harían su propio «juicio de Dios». No creemos desmesurada tal hipótesis. Más aún, pensamos que quedaría grabada en el recuerdo colectivo por la lección que esa muerte implicaba y porque suponía una advertencia muy seria para todo soberano que quisiera forzar una situación en su provecho. La prueba nos es dada por la tantas veces citada PCG al prosificar el famoso episodio de la Jura de Santa Gadea, del que se originó un romance. Como se sabe, en dicho episodio el Cid exige a su nuevo rey, Alfonso VI, que jure no haber tenido la menor participación en la muerte de su hermano, el ya aludido Sancho II, muerte que le beneficia directísimamente, al heredar todos los reinos del ya conocido Fernando l. Así pues, aquí hay también un trono por medio y una sospecha. Para mayor abundamiento, entre el muerto traicioneramente y el beneficiado por tal muerte hay vínculos familiares muy próximos.
Memoria colectiva Ahora bien, según Jules Horrent (7) ha demostrado, tal jura carece de fundamento histórico, no siendo excusa ni literaria ni histórica del destierro del Cid. Para el investigador belga, este relato sería muy posterior al momento que cuenta, y su objetivo consistiría en aprovechar poéticamente y a posteriori la enemistad que se originó después entre ambos personajes. Esta ficción sería, según él, de origen épico. El problema que planteo es el de verificar si tal ficción surgió por sí misma o está basada en el antiguo Romanz. Para Horrent, ocurrió lo primero. Permítame disentir el que durante diez años fue mi maestro. En apoyo de mi hipótesis, citaré dos pruebas en las que no se ha hecho especial hincapié. Por una parte, en la presencia de navarros en el relato cronístico de la jura. Horrent, es cierto, señala la incongruencia y el anacronismo de los cronistas al invitarlos al acto, pero no saca consecuencias de ello. Su presencia no puede explicarse más que por el hecho de que en el Romanz sí que tenían parte, y nada despreciable, debido a la participación de su rey. La segunda prueba, más concluyente a mi parecer, consiste en la similitud de circunstancias entre la muerte de Sancho III de Navarra y, según el romance que cuenta la jura, la que se merecería Alfonso VI si se verificase que sí había tomado parte en la muerte de su hermano:
Como es norma, los romances narran mucho más in extenso que las crónicas. Es también muy sabido que en ellos la descripción es a veces desproporcionada. En la PCG se dice solamente que, en caso de culpabilidad, el rey merece la muerte a manos de un traydor que sea uuestro uassallo, añadiendo después que el Cid le conjuró más fuerte, sin especificar. Volviendo al romance, señalemos algunas circunstancias similares a las de la muerte de Sancho el Navarro, pese a que la escueta noticia de la PCG no facilite mucho más las cosas. En primer lugar, el matador no es en ambos casos un personaje castellano, sino de las Asturias. Absolutamente normal en la tradición del Romanz, no vemos por qué el romance de la Jura establecía el carácter de no castellano del traidor. Después, tiene que morir en despoblado, detalle en el que se podía repetir la misma explicación. Y exactamente lo mismo ocurre con la condición de villano, salvo que aquí. hay un detalle más, nada nimio: el villano debe de calzar abarcas, no çapatos con laço, como si los labradores los emplearan para salir al campo ... Esta adición ridícula no puede explicarse más que por el hecho de que en la tradición en que se basa el romance, tradición ya antigua, se aludía a las abarcas. Más concretamente, el padre de Sancho III pasó a la Historia con el sobrenombre de Abarca, por Ilevarlas siempre calzadas (PCG, cap. 473), sobrenombre que pasó a su descendencia. Así, lo que en la tradición del Romanz, ya antigua en la época en que se redactó la PCG y no digamos el romance, la circunstancia del nombre de la víctima que quizá heredó también la costumbre del calzado, pasó a designar el del matador. Finalmente, el arma del crimen corresponde perfectamente a la condición, baja condición, del autor. Así pues, el romance no hace sino parafrasear la escueta noticia que sobre la muerte del Navarro nos ofrece la PCG. pero aplicando las circunstancias de un episodio histórico-literario a otro exclusivamente poético, aprovechando la muerte de un Sancho para relacionarla con la de otro Sancho. Y como quiera que los romances se basan en cantares de gesta, si aceptamos la teoría ya clásica, y teniendo en cuenta que el famoso episodio de la Jura, tal como está narrado en la PCG, es incapaz de provocar todo ese lujo de detalles que contiene el romance, se habrá de concluir que el recuerdo del Romanz, más o menos pálido, persistió durante mucho tiempo en la memoria colectiva, más allá de la fecha en que se redactó la crónica. Esta, por su parte, no podía recogerlo en su totalidad, por lo que de ofensivo contenía para la institución monárquica. En efecto, no era nada ejemplar que la colectividad supiera qué venganza o castigo se aplicaba a los reyes usurpadores y asesinos. Pero la colectividad no olvidó ni el hecho ni la manera de Ilevarlo a cabo. La ejemplaridad, la advertencia, quedaron latentes.
NOTAS (1) R. Menéndez Pidal, en su «lntroducción» a las Reliquias de la poesia épica española, Madrid, 1951. (2) Primera Crónica General de España que mandó componer Alfonso el Sabio y se continuaba bajo Sancho IV en 1289, ed. de R. Menéndez Pidal, Madrid, vol. II, 1955. (3) R. Menéndez Pidal: Historia y epopeya, vol. II, Madrid, 1934, páginas 33-98. (4) R Menéndez Pidal: ibídem. Hay que señalar que él creía ya en la culpabilidad de Sancho. (5) Véase F. J. Pérez de Urbel y R. del Arcoy Garay: Historia de España, VI: España cristiana. Comienzo de la Reconquista (711-1038), Madrid, 1956, pág. 271, núm. 195. (6) Esto piensan también R. Menéndez Pidal: ibídem, y L. F. Lindley Cintra, el cual, en su edición de la Crónica de 1344, Lisboa, vol. I, página CCXXVIII, asegura que es exclusivo de la versión regia de la PCG y no de la vulgar. (7) Jules Horrent: Historia y poesía en torno al «Cantar del Cid», Barcelona, 1973. págs. 159-193. (8) Texto en Flor nueva de romances viejos, de R. Menéndez Pidal, Austral. Madrid. 1969. págs. 167-68.
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