Nunca pudo imaginar María de
la O Lejárraga, que un siglo después, los niños riojanos, los niños de todo
el mundo, pudieran escuchar sus palabras sencillas a través de este
"ingenio" llamado internet. |
El riachuelo que descendía de la cima del monte por la vertiente áspera y desnuda había formado una cascada en mitad de su cambio. Allí, sus aguas, tan sosegadas y silenciosas, se agitaban formando grandes olas adornadas con movedizas coronas de espuma, y dejaban oír melodiosas canciones en un lenguaje desconocido para los hombres, pero que comprendían perfectamente los pájaros que venían a beber en su corriente cristalina, y las flores que esmaltaban sus orillas mirándose vanidosas en el inquieto espejo.
Aprovechando la fuerza del salto de agua, habíase construido allí un molino. Alzábase solitario, moviendo las aspas lentamente y acompañando con el chirrido monótono de sus ruedas, la canción de las aguas.
Un día, el molinero trabajaba; su mujer cosía sentada a la puerta; a su lado, en una cunita de madera dormía la niña, pequeñita, rubia, sonrosada, con los ojos azules como el cielo, que veía constantemente desde su cuna.
Por el camino que desde la aldea próxima conducía al molino, subía muy despacio un niño. Venía rendido, muerto de cansancio y de angustia: ocho días llevaba caminando al azar, sin saber dónde ir. Murió su padre, destrozado por una máquina en la fábrica donde trabajaba. Su madre, loca de pena, quiso hacer un esfuerzo, vivir aunque sin alma, para no dejar solo en el mundo al hijo de sus entrañas; pero no pudo. Sin fuerzas, sin recursos, buscó trabajo y no lo halló: salió de su país y se dirigió a otras tierras a buscar fortuna. Sólo encontró la muerte; y el niño, después de dejarla sola en el cementerio del pueblecillo aquél, cuyas blancas casitas sonreían en el fondo del valle, siguió su camino con el corazón hecho pedazos, sin saber dónde ir, sin atreverse a pedir auxilio a nadie, porque a nadie conocía, y su horrible desgracia le hacía desconfiar de todo y de todos.
Llegó al molino; desde que divisó las aspas a lo lejos, pensó en pedir limosna a sus moradores; pero sus labios, no acostumbrados a mendigar, no encontraron una sola frase para hacerlo, y permaneció silencioso, en pie, contemplando con desgarradora envidia a aquella niña dormida en la cuna, que tenía tan cerquita a su madre... ¡a su madre, que él no volvería a ver nunca!
La mujer, abstraída en el trabajo, no se apercibió de su presencia; pero el molinero, que le había visto subir el camino y que observó que permanecía inmóvil cerca de la puerta, pensó que tal vez sería un ladronzuelo que pretendía aprovechar la distracción de la mujer para entrar en la casa, y asomándose a la ventana del molino, le despidió con palabras duras y coléricas. El niño quiso hablar para justificarse, contar su desgracia, implorar la compasión de aquellas gentes, pero le fue imposible: las palabras se le atravesaron en la garganta, y siguió su camino, montaña arriba, llorando amargamente.
Llegó la noche. Muerto de hambre y de fatiga, se dejó caer en el suelo entre las espesas malezas, que le sirvieron de cama y abrigo. El cansancio pudo más que la pena, y a los pocos instantes dormía profundamente.
A media noche le despertó un ruido extraño, un rugido de olas, como si el mar hubiese llegado a la cumbre de la montaña y descendiese de ella para anegar el valle. Miró hacia arriba. Por la vertiente escarpada bajaba impetuosa y enfurecida una gran masa de agua que, uniéndose al riachuelo del molino, le hacía desbordarse y arrastrar con inaudita furia piedras, árboles, cuanto encontraba al paso. ¡Era la inundación!
¡La inundación! El niño la conocía muy bien; él también había vivido en la frondosa vega, al pie de la montaña. Había visto más de una vez al río enfurecido desbordarse, arrasar sin piedad las floridas huertas, arrancar de raíz los árboles, anegar las casas, llevar la miseria y la muerte allí donde poco antes reinaban la abundancia y la alegría. ¡Hoy le importaba poco! ¡No le quedaba nada que perder!...
De repente pensó en el molino... en el molino que allá abajo trabajaba lentamente cantando con el río. Dentro de poco tiempo, la avenida llegaría hasta él. Sus habitantes tal vez dormían y la muerte iba a sorprenderlos sin que la sintieran llegar... Recordó al molinero que tan cruelmente le había despedido, y por un instante un mal sentimiento anidó en su corazón. Pensó casi con alegría que el río se encargaba de vengar su ofensa; pero recordó también a la niña chiquitita y sonrosada que dormía tranquila al lado de su madre, y una angustia indecible se apoderó de él al pensar que podría perecer ella también envuelta en las traidoras aguas. ¡No, aquello no podía ser! ¡Él la salvaría! y venciendo su fatiga echó a correr, montaña abajo, jadeante, aguijoneado por el espantoso rugido de las aguas que corrían detrás de él.
¡No podía más!... Las piernas se negaban a sostenerle... apenas podía respirar; no llegaría... Caería antes y se moriría de angustia al ver a las aguas pasar por encima del molino y sepultar a sus dueños... Cayó... pero se levantó de nuevo, y volvió a correr. Por un esfuerzo sobrehumano, consiguió llegar a la puerta del molino. Todo estaba en silencio. Todos dormían. ¿Cómo hacerse oír?
Gritó, pero su voz débil se perdió entre el ruido monótono de las aguas del riachuelo y de las ruedas del molino; y la avenida avanzaba, avanzaba lentamente, pero sin detenerse un solo instante, y el peligro era cada vez más horrible. Desesperado, cogió una piedra y golpeó en la puerta con todas sus fuerzas: a los pocos momentos se abrió una ventana y apareció en ella el molinero.
El niño levantó la vista, y haciendo un último esfuerzo, gritó: "¡La inundación, la inundación! ¡Salgan ustedes!" Después, habiendo agotado todas sus energías, cayó desvanecido en el umbral.
Al volver en sí, se encontró echado en una cama; a su alrededor había varias personas que le contemplaban con admiración y cariño. El molinero, que estaba a la cabecera, se inclinó hacia él para abrazarle, y le dijo con profunda emoción: "iGracias, hijo mío!" Desde un extremo de la habitación la niña chiquitita y sonrosada le sonreía en los brazos de su madre...
Desde aquel día el pobre niño, desamparado y huérfano, volvió a tener padres y una hermanita.
(Cuento fantástico)
Pobrecito niño: estaba muy malo.
Sus labios; antes alegres como mañana de primavera, habían perdido su tierna sonrisa; sus ojos, brillantes como estrellas, se habían tornado en melancólicos y tristes...
No jugaba, no reía jamás; pálido, demacrado, con la cabeza siempre caída, con los ojos inundados en lágrimas silenciosas, sufría de continuo sin que pudieran explicarse perfectamente la causa de su abatimiento, ni él, ni el sinnúmero de doctores que con solícito afán le asistían y que habían agotado todo el caudal de su ciencia sin conseguir ningún resultado.
Minuciosos reconocimientos, observaciones escrupulosas, estudios detenidos... todo era inútil; sus padres se morían de pena al notar los rápidos y desconsoladores progresos de la enfermedad; su hermana, la preciosa niña de cabellos de oro y carita de rosa, empleaba en distraerle el torrente de su hechicera gracia infantil.
Nada bastaba: antes al contrario, la presencia de la niña le malhumoraba, sus caricias le entristecían; solamente estaba tranquilo sin verla, sin oír hablar de ella a los demás.
El niño sentía, sin poder definírselo por completo, una inquietud moral que le atormentaba, un ahogo interior que mataba la alegría peculiar de sus pocos años, un algo misterioso y amargo que le privaba de inocentes y sabrosos goces, que helaba la sonrisa en sus labios.
¡Aquello era horrible!
Una noche se acostó entristecido y lloroso; se había celebrado el santo de la hermanita, y las distinciones y los festejos habían sido en su mayor parte para ella.
¡Cuánto sufrió el enfermito! Estaba rendido, rendido.de llorar... Se durmió... soñaba...
La diminuta alcoba se iluminó de repente; un hermoso ángel, rodeado de luminosa y esplendente aureola, cubierto por blanca túnica cuajada de azules estrellas, coronado de flores delicadas, penetró en ella.
Permaneció largo rato velando el agitado sueño del niño, con plácida sonrisa en los labios, con mirada compasiva y cariñosa en los ojos.
Luego se acercó silenciosamente al lecho, y después de adormecer profundamente al niño con los celestiales aromas de su aliento, le abrió cuidadosamente el pecho, y puso al descubierto su corazoncito.
¡Qué pena sintió! Estaba todo él surcado, herido; allí sin duda debía anidar un germen destructor que despiadadamente había dejado impresas las huellas de su paso.
Buscó por todos lados, miró todos los rincones con rara escrupulosidad, y encontró al fin un gusanillo diminuto y feo, que poco a poco, sin dejar apenas sentir sus acometidas, había conseguido satisfacer sus ansias de destrucción.
Arrancóle irritado el ángel, deshaciéndole entre sus delicados dedos; curó las heridas con una suavísima esencia que con infinito poder dejó intacto el herido corazón, y desapareció llevando en pos de sí aquella sublime mezcla de luces, colores y perfumes, que durante su presencia habían embalsamado la habitación.
El gusanillo de la envidia, repugnante, insaciable, que mata insensiblemente al infeliz que elige por víctima.
Las delicadas esencias de la caridad que enaltecen y elevan el corazón, que hermosean el alma.
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Levantóse el niño a la mañana siguiente completamente curado, con alegría en los ojos, con sonrisa en los labios y rosado color en las mejillas; saltó de la cama precipitadamente, y corrió en busca de su hermanita para depositar en su frente un beso muy fuerte, muy largo...
Las primeras lágrimas de arrepentimiento, al caer de los ojos del enfermito, bañaron la preciosa carita de la niña de cabellos de oro...
I
Sentada en una silla. con un montón de ropa que coser al lado, mirando a menudo las despiadadas manecillas del reloj que con su vertiginosa carrera iban robándola horas de sueño. movía maquinalmente sus helados dedos que se resistían a seguir trabajando.
¡Cuántas penas. cuántos afanes. cuántas angustias! Desde el aciago día en que la muerte posó su fría y descarnada mano sobre el pecho del que era alma de su alma, no había gozado un instante de dicha. no había descansado un momento. no abandonó un solo día el penoso trabajo con que procuraba el pan para su hijo.
Pero lo triste, lo desconsolador, lo desesperante, era que aquellos ojos, siempre anegados en lágrimas, cansados de llorar, iban de día en día perdiendo facultades.
Ya no eran como antes esclavos de su voluntad; ya no podía utilizarlos el tiempo que necesitaba; ahora se imponían ellos, y al cabo de unas cuanta horas de trabajo, perdían su fijeza. se cubrían de espeso velo y se cerraban al fin.
iAquello era horrible! Poco a poco irían debilitándose más, acabarían por ser inútiles, y entonces... no quería pensarlo: se morirían de hambre.
¡Qué angustia! Por ella no, a ella le importaba poco sufrir; pero aquel niño. aquel ángel, aquel pedazo de su ser que tanto quería, no podía pedir pan para que se lo negasen.
Estaba rendida. la costura apenas adelantaba.
Se acostaría, sí; no tenía lumbre para vencer el frío de aquella noche de Enero que, helando sus huesos, inutilizaba sus dedos para el trabajo.
II El niño no consiguió dormirse: soñaba despierto.
Vio primero a los espléndidos Reyes Magos en su riquísimo palacio recorriendo con aire majestuoso habitaciones de cristales de colores, de oro y piedras preciosas; los vio llegar a un inmenso almacén de juguetes de todas clases que iban mandando recoger para llenar sus equipajes; salieron de allí; el niño los veía atravesar lentamente la esfera celeste, oscura y triste; pensó primero en el frío que podían pasar, pero se tranquilizó después al recordar sus lujosos trajes de riquísimas pieles. Al fin llegaron a la tierra, y los vio depositando en cada balcón un regalo que enloquecería después al dueño del zapatito que aligeraba el trabajo de los Reyes.
Él sería uno de ellos. Sin que su mamá se enterase, antes de acostarse, había sacado a la ventana (¡porque él no tenía balcón!) una de sus botitas diminutas y viejas.
No pudo esperar más tiempo. Apenas despuntó el día, saltó precipitadamente de la cama, y andando muy despacio, de puntillas, para no hacer ruido, llegó a la habitación contigua a la calle.
Les había pedido un caballo, un caballo muy grande, que moviese las patas, que comiese, para dar envidia a su vecinito de al lado.
Su mano temblaba... abrió la ventana...
¡Qué terrible desencanto!
Halló su botita, sí, pero vacía, mojada por la lluvia de la noche que acaba de expirar... ¡Qué dolorosa impresión! No se daba cuenta de lo que le sucedía; miró en derredor, vio en las demás ventanas las ofrendas humildes o ricas de los Reyes tan ingratos para con él, que toda la noche había estado pensando en ellos, y se humedecieron sus ojos y se helaron dos lágrimas en sus mejillas.
Volvió a la cama con el cuerpo helado y el corazón deshecho por la perdida ilu- sión; escondió.la cabeza entre las sábanas, se acordó de su padre muerto, del abandono de los Reyes, que habían hecho más triste su soledad y su pobreza, y esperó, sufriendo horriblemente, la salida del sol y la visita de su madre, que vendría, como de costum- bre, a depositar en su pura frente el primero de los innumerables besos diarios.
III
Apenas si tuvo fuerzas para contarle lo que le había sucedido: el penetrante frío de la mañana le había herido de muerte.
Rompió a llorar, y al ver a su madre entristecida por su llanto, abrió mucho los ojos poniendo en ellos toda la ternura de su alma, y dijo, agotando las pocas fuerzas que le quedaban, con voz apagada y melodiosa:
"El señor cura dice que las lágrimas de los niños buenos se convierten en bálsamo celestial que purifica las almas..." .
-¿Soy yo bueno, mamá?
Unos minutos más tarde recogieron el alma de aquel precioso niño dos hermosos ángeles que habían estado a su lado en los últimos momentos de su vida.
Su cuerpo quedó inerte y frío entre los brazos de aquella mujer, que veía perderse con él lo único sonriente y acariciador de su existencia.
Reinaba la primavera: las campiñas, los montes, el mar, la creación toda, se estremeció de gozo; descorrió el sol el velo que cerraba el paso a su luz, y la espléndida Naturaleza vistió sus más ricas galas. Cantaban los pajarillos sobre las floridas ramas de los corpulentos árboles; las golondrinas regresaban contentas de su emigración; las cigüeñas construían sus nidos en los altos y derruidos campanarios; las mariposas revoloteaban alegremente; las abejas llevaban a sus colmenas el néctar de las flores que embriagan el ambiente con sus delicados aromas, y toda aquella sublime mezcla de suspiros, caricias, perfumes y colores, entonaba un himno alegre y melodioso al Criador... Arroyos que encauzaban las aguas cristalinas; fuentes que vertían hilos de plata, árboles que balanceaban pausadamente sus ramas... todo prestaba armonía al concierto inmenso; hablaba el ave a la flor y la flor al ave... y mientras tanto, ascendía sin cesar la savia por el vegetal, como río de fuego...
Teniendo ante su vista un cuadro tan hermoso, y gozando de las excelencias de tan deliciosa estación, se conocieron los palomos: eran los dos de color de nieve, más blanca ella, a ser posible, y él más arrogante, luciendo en la pechuga una manchita gris, distintivo de toda su familia, que le hacía mucha gracia.
Decidieron compartir juntos penas y alegrías, y formaron su nido en el tejado de una casa grande y destruida por el tiempo.
Tuvieron muchos hijos: unos murieron apenas nacidos, otros llegaron a crecer, y huyeron o perecieron también, víctimas de la habilidad de un cazador. La pérdida de cada uno de ellos les causó pena, les atormentó durante algún tiempo, pero les olvidaron al fin.
¡Cuánto querían al nuevo descendiente!... Era una alhaja, un encanto, una preciosidad... Blanco como ellos, con su mancha gris en la pechuga, y con un moñito en la cabeza, que daba gloria verle. Travieso, juguetón y zalamero a más no poder, se pasaba el día haciéndoles mimos y carantoñas. Se paseaba a menudo por el alero del tejado ahuecándose graciosamente, echándose hacia atrás, rozando la cola con el suelo, metiendo la cabecita entre las alas, y tomando un aire majestuoso, que contrastaba con su pequeñez; un pichoncito, en fin, que valía cualquier cosa. Los palomos se volvían locos con él, les admiraba cualquiera de sus infinitas monerías, de sus graciosísimos movimientos. Habían pensado mil veces que sólo a su lado podrían pasar alegremente su vejez, y que si les faltaba algún día, se morirían de pena.
Una mañana se sintió algo enferma la paloma, y en tan desagradable situación, vióse obligado el padre a abandonar el nido en busca de alimento, no sin antes recomendar mucho al pichoncito que cuidase con gran esmero a su madre.
Llegó la tarde, y regresó el viajero muy apurado por no haber hallado lo que buscaba. Penetró en su rústica vivienda, y la más horrible angustia se apoderó de él... iHabía huido el pichoncito! iQué triste desencanto! Acercóse a la paloma, que gemía en un rincón, y no se atrevió a preguntar lo que había ocurrido. Aquella noche no pudieron dormir, se la pasaron llorando, acurrucados junto a la pared, buscando ella calor bajo las alas del palomo, e interrumpiendo los dos el imponente silencio de la naturaleza toda, con sus arrullos lastimeros...
Llegó el siguiente día, pasaron muchos más, y nada bastaba para consolarles de la pérdida del hijo amado. Cuando en un momento de relativa calma pudo el padre darse cuenta de lo ocurrido, hirió su pecho un sentimiento completamente distinto al que hasta entonces le había atormentado; ya no sentía pena, sino enojo, rabia hacia el hijo ingrato y desagradecido que abandonó a su madre enferma y sola.
Pasó bastante tiempo y el fugitivo decidió regresar a la casa paterna: púsose un día en marcha arrepentido por completo y con la seguridad de un cordial y entusiasta recibimiento; pero no fue así. Cuando iba a llegar a su antiguo nido, distinguió la figura de su enojado padre que le miraba con aire de soberano desdén indicándole por señas que no se aproximase. Volvióse triste y cabizbajo el pichoncito; intentó un día y otro día y, cien más la misma cosa, pero no pudo conseguir nada; siempre veía a su severo padre que permanecía inmóvil a la puerta, negándole la entrada.
Deshizo su cabecita de pájaro en combinaciones y proyectos que resultaban ineficaces, y vista la imposibilidad de cumplir sus deseos, desistió de ellos en absoluto, y se dedicó a formar su nido.
Pero embelesado cierto día en la contemplación de uno de sus hijos, de otro pichoncito tan mono, tan arrogante, tan zalamero como él, concibió un proyecto, que puso inmediatamente en práctica con felices resultados.
Una tarde salieron los dos en dirección al ya helado nido de nuestros dos palomos; llegaron allí, y el nuevo pichoncito, amaestrado perfectamente de antemano, penetró sigilosa pero rápidamente en él; abrió todo lo que pudo las alitas y estrechó en fuerte abrazo a los dos viejos, que a poco se mueren de alegría al volver la cabeza y reconocer por la clásica manchita gris al nietecito chiquitín y bello, tan bello como el hijo que les abandonó y que, aprovechando su aturdimiento, había conseguido colocarse a su lado.
La reconciliación fue instantánea: en un momento se olvidó todo lo pasado...
...Y al calor de las caricias del hijo y el nieto, pasaron felizmente la vejez los dos abuelos.
Todos los inmortales habitantes del Olimpo estaban altamente preocupados.
Y no era el caso para menos: aquel geniecillo revoltoso y juguetón, que había hecho durante tanto tiempo las delicias de toda aquella inmensa y correctísima reunión de dioses y semidioses, que había logrado tantas veces con sus graciosísimas diabluras desarrugar el imponente ceño del mismísimo Júpiter, calmar las iras de la orgullosa Juno, hacer prorrumpir en franca y sonora carcajada a la impasible y sapientísima Minerva; aquel diablillo con alas, que todo lo animaba y lo revolvía todo, estaba triste. La más cruel melancolía se pintaba en su rostro, antes encarnado y redondo como una manzana, ahora pálido y macilento. ¿Qué hacer para disipar aquella inmensa tristeza? -se preguntaban los inmortales. ¿Cómo averiguar la causa que la motiva? Imposible atinar con la solución de ninguno de los dos problemas. Para distraerle, agotó su poder el padre de todos los dioses, su ciencia la diosa de la Sabiduría, sus encantos y halagos todas las benéficas hadas que le habían servido de madres y maestras: todo fue inútil. El geniecillo continuaba triste, muy triste, casi desesperado, y sólo respondía con melancólicas sonrisas, bañadas en silenciosas lágrimas, a las preguntas de sus ilustres parientes.
Tan extraordinaria situación de ánimo llegó a preocupar a Júpiter que, no comprendiendo pudiese anidar en sus dominios la tristeza, hizo comparecer ante él una mañanita al geniecillo melancólico, y le ordenó, amenazándole con las más severas penas, le diese a conocer la causa de su aflicción.
-¡Ah! señor --exclamó el infeliz- mi mal no tiene remedio, es incurable, horrible... ¡tengo envidia!
-¿Y de quién, desgraciado? -interrumpió colérico el irritable hijo de Saturno-. ¿A quién puedes envidiar tú, inmortal, dueño de tus acciones, poseedor del entrañable cariño de todos estos hijos míos, libre de volar a través del espacio, de visitar los planetas, de admirar las bellezas todas que mi mano liberal ha esparcido por el ancho mundo? ¿A quién envidias, infeliz? ¿Cuál de los dioses te mortifica con sus prerrogativas? ¿Qué deseas?
-No envidio a los dioses, ni quiero prerrogativa alguna; no anhelo nada que podáis darme, porque nada de lo que excita mis deseos Se encuentra en el Olimpo...
-¿Dónde has hallado, pues, esa dicha cuyo recuerdo tanto te mortifica?
-En la Tierra, señor, en ese planeta tan chiquitito y tan oscuro, tan desdeñado por nosotros los que habitamos en la mansión de la serenidad perdurable... Vagaba yo una espléndida mañana de primavera por la atmósfera terrestre, encima de una hermosa población. Mil ruidos de alegría, de vida, de trabajo, se elevaban de la ciudad perdiéndose en el espacio, como diluyéndose en aquella atmósfera dorada por los rayos del sol. Entre todos llamó mi atención uno que salía por las ventanas de un grandioso templo. Penetré en él, y quedé sorprendido ante el cuadro que se ofreció a mi vista. Haciendo brillar los dorados de los magníficos altares que prestaban espléndido asilo a multitud de bellas y riquísimas imágenes, lucían infinidad de velas colocadas en valiosas y artísticas arañas que pendían del techo, inundando de luz la espaciosa nave; los arcos se hallaban adomados por severas colgaduras de terciopelo rojo limitadas por anchas cenefas de oro; a un lado y otro del templo, apiñada muchedumbre de fieles esperaba ansiosa el comienzo de la solemne ceremonia. En medio de todos se destacaba la figura de una linda niña completamente vestida de blanco, ciñendo su frente una artística corona de menudas flores, que sostenía a la vez un blanco y vaporoso velo que prestaba fantástica apariencia a la linda figurita; pendiente del cuello llevaba una medalla como perenne y gráfico recordatorio de tan memorable fecha; sus pequeñas manos, de afilados dedos, sostenían una rizada vela y un lindo devocionario por el que paseaba fervorosamente la vista.
Era el día de la primera comunión.
Llegó al fin el supremo momento: volvióse el sacerdote, y explicó con inspiradísimas frases la grandiosidad del acto. Un bello conjunto de vocecillas dulces e infantiles entonó un armonioso himno; adelantóse al altar la niña profundamente emocionada, y recibió de manos del ministro de Dios la Sagrada Forma, mientras escuchaba las tiernísimas voces de un coro de ángeles que bajaron del cielo para acompañarla en el primer momento memorable de su vida. Los rayos del sol, que se descomponían al pasar a través de los vidrios de colores, aumentaron el torrente de luz que inundaba el sagrado recinto. La ceremonia terminó, y la piadosa concurrencia comenzó a desfilar mientras el órgano lanzaba al aire sus últimas notas.
-Y ahora vais a conocer la causa de mi cruel tristeza -dijo el geniecillo con amargo acento, interrumpiendo el relato-. Luego prosiguió: -Entre aquel gentío salió corriendo, saltando, atropellando a todos, la heroína de la fiesta: impaciente, ansiosa la esperaba en el atrio de la iglesia su buena madre. Logró al fin colocarse delante de ella, abrió mucho los brazos, se colgó a su cuello, y depositó en su mejilla un beso purísimo, al mismo tiempo que de sus ojos brotaban dos cristalinas lágrimas. Pensé en un principio que sufría, pero pude al cabo descubrir en su rostro las señales de una sonrisa de felicidad inmensa. No pude remediarlo: tal impresión me causó descubrir tanta dicha en una niña de tan pocos años, que lloré amargamente de envidia y me alejé triste y suspirando. Desde entonces, la sociedad de los dioses me cansa, y la serenidad de la vida inmortal me desespera y busco la dicha, pero la busco en vano, porque en todo el Olimpo no encuentro una fiesta tan hermosa ni una felicidad tan grande como la de aquella niña que vi en una de mis excursiones por la atmósfera terrestre, a las puertas de un templo, una espléndida mañana de primavera...
iQué terrible noche! Era sin duda la más fría de aquel helado invierno, de aquel fatal Enero, cruel en lluvias y nieves, que había arrebatado la vida a miles de seres con su mortal crudeza.
La alcoba estaba apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara. La madre, con el corazón destrozado por el temor del próximo y fatal desenlace, apoyaba la cabeza sobre los hierros de la cama, tapándose la cara con las manos para que el enfermito no conociese los horribles tormentos de su alma, que se escapaban por sus ojos en trasparentes gotas.
El niño de rubios cabellos, ojos azules, rostro sonrosado y bello; el niño de corazón hermoso y alma delicada y pura; el niño siempre alegre, siempre juguetón, siempre feliz, que oculto en el amoroso regazo maternal no había visto en el horizonte más que dicha y cariño, se hallaba allí, en aquella blanca camita, abrasado por la fiebre, esperando de un momento a otro que la muerte le ahogase con su fría mano y matase su vida de sonrisas...
Los ojos se le cerraban; quería hablar y la voz se le ahogaba en la garganta; no podía respirar; le costaba gran trabajo moverse, y sólo de cuando en cuando elevaba su amarillenta y huesuda manita para acariciar con refinado mimo infantil a su angustiada madre.
A él no se le ocultaba lo que sucedía: aunque todos se lo negaban, recordaba perfectamente la muerte de su hermana, y sabía que aquellas frecuentes visitas del médico, la ausencia de los demás hermanos, los rostros tristes, las lágrimas de todos, eran claras señales de que algo grave ocurría.
No dudaba que estaba muy malito, que se moriría probablemente, y sin embargo, ni por un momento desaparecía de su demacrado rostro la sonrisa inocente y plácida de toda su vida.
Interrumpiéndose a cada momento para recobrar fuerzas, que volvía a perder inmediatamente, decía a su madre: "No sé qué me pasa; tengo aquí dentro algo que me mortifica cruelmente, algo que me ahoga, que me roba alientos para hablar, vigor para mover los brazos, fuerza para abrir los ojos... Cuando consigo levantar los párpados, parece que me ponen delante un velo muy negro que me ciega; te miro y no te veo... ¡qué angustia! Pero te oigo, y sé que lloras, y tus lágrimas dicen que voy a morir pronto y a dejarte aquí. ¿Qué vas a hacer tú solita? ¿No me has dicho mil veces que soy tu cielo, tu encanto, tu alegría, tu vida?.. Ya sé, porque me lo dijiste tú, que cuando los niños buenos se mueren vuelan muy alto, hasta llegar a la mansión de Dios y convertirse en ángeles con alas blancas, con coronas de luz en la cabeza, con cabellos muy rubios, muy resplandecientes, y con ojos azules como estrellas... Y tú, que no te puedes equivocar, crees que yo soy bueno. Con que no llores más, que yo desde allí arriba te estaré mirando siempre, siempre, y le diré recaditos al oído a Dios para que sepa que eres muy buena, que no puedes vivir sin mí, y que cuando dejes este suelo te tiene que llevar mi lado".
"Tengo frío, mucho frío... Ven muy cerquita de mí, abrázame, dame muchos besos, préstame el calor de tu cuerpo... Me oprimen la garganta... me van a ahogar...¡no dejes que me maten!... a mi... a tu vida... ¡Ay! no... te... veo... ¡Di... os... mi... o.
El corazón dejó de latir; el cuerpo del niño quedó inmóvil y frío entre los brazos de aquella mujer, que bañaba con sus lágrimas de horrible angustia el rostro del muerto, bello y sonriente aún.
En el rincón más apartado del oscuro y triste cementerio, hay una blanca lápida con un nombre grabado en azules letras; alrededor de ella, prestándola misteriosa sombra, han brotado sin sembrarlas multitud de flores olorosas y bellas; de cuando en cuando el viento las inclina pausadamente y besan la losa que cubre la sepultura del niño; por las mañanas, cuando las tinieblas de la noche se disipan y aparece deslumbrante el astro rey, se posan sobre ella los pajarillos para lanzar al aire sus melodiosos y alegres cánticos; y cuando la angustiada madre llora arrodillada, las lágrimas al caer se convierten en blancas perlas que se evaporan después, y que recoge el niño desde la mansión celeste...
Todas las noches, apenas terminábamos de cenar, nos agrupábamos en derredor de la lumbre para escuchar los interesantes relatos de nuestro veterano abuelo. La guerra del Norte era generalmente su fuente de inspiración: conocíamos de ella multitud de hechos gloriosos, de episodios ignorados.
Uno de los que más nos interesó, es el siguiente:
"En julio de 1835 -decía- formaba yo parte de la guarnición de un pueblecillo situado en las cercanías de Bilbao. Esta ciudad se hallaba entonces sitiada por Zumalacárregui. Lo mismo nos sucedía a nosotros: estábamos también sitiados por una columna enemiga, mandada por el famoso cabecilla Simón la Torre.
Llevábamos en esta situación bastante tiempo imposibilitados por nuestras escasas fuerzas para dar un golpe decisivo que atemorizase al enemigo y le obligase a abandonar sus posiciones. Los víveres empezaban a escasear, la situación no podía prolongarse ni un solo día, y sacando fuerzas de flaqueza, empeñamos un combate que nos dio felices resultados.
Nuestros soldados se batieron como leones: el encuentro había sido reñidísimo. Simón la Torre con su gente había huido dejando multitud de muertos en el campo de batalla: un incidente desgraciado empañó para nosotros toda la gloria de este combate.
El abanderado había muerto, y la bandera de nuestro regimiento había quedado en poder del enemigo.
Imposible describir el efecto tristísimo que nos causó a todos este suceso: decidimos no movernos de allí hasta recuperarla, y pasamos infinidad de tiempo discutiendo las mil estratagemas que se nos ocurrían sin decidirnos a tomar ninguna resolución, vista la imposibilidad de llevar a cabo el rescate de la perdida insignia.
Al fin sostuvimos sin resultado otro reñidísimo combate; y además de no haber conseguido nuestro propósito, otro hecho tristísimo y chocante vino a abatir más nuestros ánimos.
Un teniente, excesivamente joven, casi niño, se había incorporado a nuestro regimiento apenas salió de la Academia: era el encanto de todos. En multitud de ocasiones había demostrado su valor y su arrojo, que rayaban en temeridad; siempre había combatido en primera línea animando con su ejemplo y sus valientes palabras a todos sus soldados, que no dudaban nunca, exaltados y decididos, en seguirle donde quisiera llevarlos.
Pues bien; en lo más reñido del combate le vimos abandonar las filas leales, pasarse al enemigo y desaparecer después. Lo habíamos visto y nos costaba trabajo creerlo; pero era cierto, su desaparición lo probaba.
No se comprendía; momentos antes estuvo rodeado de la plana mayor del regimiento, que le quería entrañablemente, discutiendo las operaciones del día anterior y el curso de la guerra, proponiendo infinidad de planes de ataque, animando con sus infantiles pero valientes palabras a los jefes agobiados bajo el peso de la triste situación por que atravesábamos.
Dióse cuenta a la familia del teniente de su incalificable traición: el golpe fue terrible. Los ancianos padres no tuvieron fuerzas para resistirle, y murieron cruelmente atormentados por la pérdida del hijo deshonrado y maldecido por su patria.
Pasó bastante tiempo, y al fin perdimos la esperanza de volver a ver al infame oficial, cuya memoria ya no nos causaba pena, sino indignación...
Un día, el regimiento descansaba de las fatigas del combate, todo estaba en silencio. Sólo los alegres cánticos de los pajarillos y el lento murmullo de los cercanos arroyuelos turbaban aquella paz que contrastaba con el bullicio de la batalla que había de sostenerse después. Amanecía: el crepúsculo de la mañana esparcía su luz tenue y difusa; poco después el sol surgió del suelo como un globo incandescente inundando a la tierra en oleadas de luz.
Las armoniosas notas de la diana hirieron los oídos de los soldados, que apenas se habían incorporado, divisaron con extrañeza un bulto que se encaminaba hacia ellos: transcurrieron breves momentos de espera, durante los cuales se miraron unos a otros sin pronunciar una palabra... Al fin se distinguió claramente la figura del que venía: era el calumniado teniente que llegaba hasta nosotros pálido, demacrado, sin alientos, pero envuelto en la gloriosa bandera de nuestro regimiento.
¡Se había pasado al enemigo para recobrarla, y a costa de inauditos trabajos y de crueles sufrimientos, lo había conseguido!...
Llegó hasta nosotros jadeante, medio muerto, y nos saludó con un enérgico y entusiasta iViva España! que hizo asomar las lágrimas a nuestros ojos".
Terminado el relato. solamente nos dijo emocionado y orgulloso nuestro abuelo: -Imitad al héroe niño... ¡Era un valiente!
(Leyenda fantástica)
Arrullos de palomas, cánticos de pajarillos, música de flores, ya no halagáis como antes la vista y el oído; ya no nos conmovéis deliciosamente con vuestras sublimes armonías; ya no alegráis nuestras almas con las hermosas notas de vuestro inmenso concierto...
Blanca túnica de nieve cubrió los valles y las montañas; los árboles, ya sin nidos y sin flores, doblan la cabeza a impulsos del fiero vendaval que les azota furiosamente.
Huyeron la alegría y el júbilo, siendo sustituidos por el silencio y la soledad. Reinaba el invierno.
Era una noche fría, oscura, triste. La nieve, que caía en menudos copos sobre la tierra, había formado una blanquísima alfombra que delataba con las huellas que se marcaban sobre ella el paso de los caminantes. El frío calaba los huesos. Todo estaba en silencio. Ni una sola estrella se veía brillar en el cielo, que se hallaba cubierto por un negrísimo manto... Reinaban las tinieblas.
Mal encubierta por su blanco sudario, orgullosa de su poder, y desafiando altiva la crudeza de la noche, emprendió la Muerte su aciaga excursión por la tierra.
Se celebraba la Nochebuena: tan solemne fiesta llenaba de júbilo y felicidad los corazones de todos los cristianos, orgullosos de conmemorar el nacimiento de su Redentor. Las penas parecían más insignificantes, y en cambio las dichas adquirían mayores proporciones. Un algo sonriente y grandioso acariciaba suavemente las almas de todos los mortales; pero a pesar de todo, ella se veía obligada a cumplir su honrosa misión.
Todas estas consideraciones iba haciéndose la Muerte: mientras caminaba por un sendero estrecho, tortuoso y solitario, sacóla de repente de su abstracción el ruido que producían los pasos de varias cabalgaduras que marchaban en dirección opuesta a la suya. A los pocos momentos, hallose frente a frente de dos hombres, de dos pobres caminantes que, obligados por una perentoria necesidad, abandonaban sus hogares aquella solemne noche. Pensó en un principio que ellos serían sus primeras víctimas; pero en el momento de decidirse a hacer uso de su poder fatal, hirió sus oídos la voz de uno de ellos, que lanzó al aire una alegre y animosa copla. Dudó un instante y les dejó pasar.
Al poco rato distinguió en medio de la oscuridad de la noche una pobre y rústica cabaña. Penetró en ella y quedó agradablemente sorprendida ante el cuadro que se ofreció a su vista. Acompañado de sus hijos y sus nietecillos, un viejo enfermo y achacoso cenaba alegremente; al verle en tan lastimoso estado, pensó que no sería crueldad ninguna arrebatarle la vida; pero al disponerse a oprimir su garganta con su fría y descarnada mano, a una seña del viejo, se aproximaron los pequeñuelos que, colgándose a su cuello, le colmaron de besos y caricias.
Salió precipitadamente de allí sin haber cumplido su misión. Siguió su camino entristecida y contrariada; y después de transcurridas algunas horas, se halló delante de una hermosa población. Recorrió, ansiosa de víctimas, muchas de sus solitarias calles, y penetró al fin en un suntuoso edificio.
Entró en una elegante y severa habitación donde cantaban y jugaban varios niños, tocando alrededor de un magnífico nacimiento, salpicado de blancas casitas y lindos partorcillos de barro, tambores y panderetas. En otra de las habitaciones de la casa había presenciado un cuadro tristísimo, que contrastaba horriblemente con éste. Sólo miseria y hambre y pena había visto en él. Indignada por el contraste, quiso castigar la poca compasión de aquella opulenta familia, y se dispuso a sacar de ella alguna víctima; pero a los pocos minutos, una de las niñas mayorcitas, la más bella y la que con más afán jugaba, propuso llevar a sus vecinitos tristes y pobres algunos de sus juguetes y sus golosinas. La proposición fue aprobada por unanimidad inmediatamente, y ellos mismos subieron a hacer una compasiva visita a los pobrecitos cuya desgracia tanto había enojado a la Muerte, que se vio obligada a retirarse ante tan hermoso rasgo.
Disipáronse las tinieblas de la noche; llegó el siguiente día, y la Muerte se encontró en medio de la tierra sin haber cumplido su misión.
Desde entonces y ante situación tan desagradable, se colocó una venda en los ojos para hacer sus víctimas a ciegas. Por eso arrebata la vida al dichoso y deja al desgraciado: por eso se lleva al niño y abandona al decrépito.
Con los ojos clavados en el suelo, con el corazón triste y angustiado, y corriendo por sus rosadas mejillas lágrimas de dolor, caminaban silenciosos los dos niños por aquel camino estrecho y tortuoso, cuya dirección desconocían.
¡Qué terribles momentos! Huían al fin por verse libres del terrible yugo de aquella mujer sin conciencia, que durante dos años les había martirizado con incalificable crueldad.
Quedaron huérfanos, el de diez años, y la niña de ocho; al morir, el padre encargó a una hermana de la madre, muerta también poco tiempo antes, la tutela de los pedazos de su alma, otorgándola al mismo tiempo el poco dinero ahorrado, la casita pequeña y rústica, y el pedazo de tierra regado con el sudor de su frente.
¡Qué horrible lucha habían sostenido durante el tiempo que estuvieron bajo su cuidado!
Hartos de malos tratos, habían decidido abandonar el pueblo. Caminaban sin rumbo, donde la casualidad les llevara, dispuestos a pedir protección a la primer alma generosa que encontrasen en su camino.
Apenas andaban cuatro pasos, volvían la vista hacia el pueblecito que les había visto nacer... Infinidad de recuerdos, ya amargos, ya alegres, acudían a su imaginación...
La madre bondadosa y amante que tantas veces había cubierto de besos aquellos rostros rosados y sonrientes antes, pálidos y tristes ahora, pero siempre bellos y angelicales; que había padecido horriblemente cuando una lágrima cruel había bañado sus ojos; que ya no sabían más que llorar; que había arrullado sus inocentes y plácidos sueños con esos cánticos alegres que para la infancia tiene la vejez bondadosa y que, henchida de cariño, les acompañó en sus juegos, ahogó sus suspiros de pena, enjugó su llanto, fue partícipe de sus alegrías, vivió para ellos gozando sólo con sus dichas y sufriendo con sus dolores, siempre insignificantes y pequeños en realidad, pero grandes y amarguísimos para ellos, ángeles de candor, que ocultos en el amoroso regazo maternal, no habían podido ver aún el triste mundo con sus duelos y sus contrariedades, con sus crueldades y sus humillaciones...
El campo; los pájaros de picos de oro y vistoso plumaje que alegraban el alma con sus armoniosos cánticos; las vistosas flores que embriagaban los sentidos con sus suaves perfumes; el cielo azul; la tierra fértil; la Naturaleza rica en esplendores... todo, todo lo que fue alegre para ellos.
Como en un cinematógrafo, veían desfilar ante su vista las gratas escenas de sus primeros años felices y tranquilos. y caminaban, caminaban...
Después de algunas horas de marcha, les sorprendió la noche cuando ya las piernas luchaban por no doblarse, y los desnudos pies casi vertían sangre y el corazón latía con alarmante violencia...
Se sentaron en medio del campo. ¡Qué angustia! Ya no podían pasar de allí, estaban rendidos, tendrían que pasar la noche al descubierto.
La niña apoyó la cabeza sobre el pecho de su hermanito, que estrechaba fuertemente su cuerpo frío; no podían pronunciar una palabra; sólo sabían llorar...
Un negro manto cubrió el antes azul y sereno cielo; el brillo de las estrellas desapareció; reinaban las tinieblas...
Una furiosa tempestad se desencadenó de repente. Lluvia torrencial, relámpagos que cegaban, truenos que ensordecían... La Naturaleza quería poner de relieve su furor y su poder aquella lúgubre noche.
A la mañana siguiente hallaron unos campesinos, con las caritas juntas y los brazos enlazados, los yacentes cuerpos de los dos niños, muertos de terror, de frío, de hambre, de pena...
El Dios de los buenos, en su infinita misericordia, quiso sin duda llevar a su lado a aquellos dos ángeles para resarcirles crecidamente con las inmensas delicias de la mansión celestial, de la felicidad que el triste mundo les había negado.
La clase está desierta: pocos momentos antes la abandonaron sus habituales ocupadoras, saliendo en alegre y confusa multitud, que se esparció como bandada de pájaros por la plaza y las calles vecinas. Cuando todas hubieron desaparecido, la maestra permaneció un momento pensativa en medio del desierto salón, escuchando los penetrantes gritos de las niñas que llegaban hasta ella por las ventanas abiertas de par en par. Sonrió, y salió á su vez. Todo quedó en silencio...
Había sido un día de grandes emociones. Al entrar en clase, vieron las niñas sobre la mesa un aparatito desconocido, una especie de fanal de hojadelata con una lámpara y una chimenea: parecía una locomotora chiquitita. La maestra, a quien preguntaron el nombre de aquel extraño artefacto, les contestó sencillamente: "Es una linterna mágica". Con esto crecieron sus afanes, y no se desvanecieron sus dudas, pero callaron.
El horario de clase marcaba para aquel día "Historia de España". Las niñas preparaban sus cuadernos y programas dispuestas a escuchar la explicación, pero la maestra les dijo:
-Hoy no van ustedes a oír la lección de Historia, hoy van a verla.
¡Qué asombro! Cerráronse las ventanas, encendióse la lámpara de la linterna, y allá en el fondo de la clase, sobre un blanco telón, se destacó de repente coloreada imagen, que imaginose a las niñas aparición fantástica. Representaba La batalla de Covadonga, el grandioso principio de la reconquista de España, que vivía, aunque desvalida y pobre, en un estrecho rincón del que fue su vasto y poderoso reino, sarracena en su mayor parte, obedeciendo casi toda ella a la ley de Mahoma, muerta casi como nación. En aquella época, el odio a muerte que sentían hacia los godos obligó a muchos españoles a someterse satisfechos a los árabes; pero otros, familiarizados con el infortunio, y llenos de fe y amor por la religión y la patria, huyeron despavoridos, bajo el único nombre de cristianos, a las fragosidades de la sierra de Asturias. Nobles ciudadanos que formaban la fecunda y preciosa semilla del árbol grandioso de la nacionalidad española, que más tarde extendiera sus vigorosas y frescas ramas por toda la Península. Allá en aquel pedazo de tierra, áspero y escabroso, en aquella región, una de las últimas del mundo, donde anidaron las hambrientas y voraces águilas romanas, se alzaba en esta época el humilde pero hermoso santuario de nuestra nacionalidad.
Y ahora comienza el grandioso cuadro que proyectaba la linterna sobre el blanco lienzo del fondo de la clase, y que dejó absortas y encantadas a las niñas.
Pelayo, con su gente, se hallaba en el monte Auseba, rechazando a los árabes mandados por Alkamah. Comenzó la lucha; las flechas de éstos rebotaban furiosas en la roca, y volvían a caer sobre ellos, hiriéndoles de rechazo. Los pocos soldados cristianos, combatiendo valerosamente, arrojaban enormes piedras que aplastaban las cabezas de los árabes. Cuando ya el triunfo se decidía por Pelayo, una imponente y furiosa tempestad se desencadenó de repente como si intentara venir en su ayuda. El cielo se rasgaba para dar paso a multitud de fragmentos de fuego que se sepultaban en la tierra; los terribles ecos de los truenos formaban un pavoroso y fúnebre concierto que llenaba de angustia y terror los corazones. De cuando en cuando, el brillante resplandor de los relámpagos iluminaba la sangrienta escena... y como si hasta el mismo suelo quisiese luchar en favor de los españoles, las desbordadas aguas del río Deva cortaron la retirada a los árabes, muchos de los cuales perecieron ahogados en aquel torrente. El triunfo fue completo; tanto, que se duda quedase con vida uno solo de los soldados árabes. Pelayo en Covadonga alzó el glorioso estandarte de Dios, patria y libertad; llevó a cabo el principio de la Reconquista de España, continuada después gloriosamente por sus sucesores.
¡Temeridad insigne acometer con tan escasas fuerzas la empresa de disputar el suelo de la patria a las innumerables huestes que seguían el estandarte del Profeta!
¡Gloria inmensa haberlo conseguido, cimentando, con el patriotismo de un puñado de héroes, la verdadera monarquía española
Nuestro agradecimiento
ISABEL LIZARRAGA VIZCARRA
MARÍA LEJÁRRAGA,PEDAGOGA:
CUENTOS BREVES Y OTROS TEXTOSFILOLOGÍA
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IER, 2004