Escudo de la Inquisición pintado sobre la puerta de un habitáculo de la Biblioteca del Monasterio de Yuso, en San Millán de la Cogolla en La Rioja (España), donde se guardan los volúmemes censurados (tachados).  

 

 

Juan Antonio Llorente,
de servidor a
crítico
de la Inquisición

 

 

   Antonio Llorente, inquisidor, afrancesado, intelectual polémico, cuyos escritos sobre el Santo Oficio levantaron gran polvareda a comienzos del siglo XIX y llegaron a convertirse en best-seller, aunque fuesen muy pocos los lectores -según Menéndez Pelayo- que tuvieron valor para llegar hasta el final.
 

Gerald Dufour
  
Historiador

Biblioteca Gonzalo de Berceo

                           
   "Para escribir una historia exacta de la Inquisición española era necesario ser inquisidor o secretario", declaró Juan Antonio Llorente. Inquisidor, estuvo a punto de serlo, y secretario de la Inquisición de  Corte, lo fue de 1789 a 1801. Pero seguirá ostentando este título cuantas veces escriba sobre el Santo Oficio. 
  "
Dos veces renegado, como español y como sacerdote", le llamó Menéndez Pelayo y los conservadores suscribieron ese juicio negativo sobre el autor de la Historia crítica de la Inquisición española, para dar por refutada ésta. Para los progresistas, en cambio, el arrepentimiento de Llorente disculpaba su pasado y hasta su adhesión militante a José Bonaparte. Y acreditaba la validez sus datos contra el sistema inquisitorial.  
  El libro de Llorente sigue siendo básico para cualquier investigador que se interese por el tema. Queda vigente, sin embargo, el enigma de cómo pudo pasar el autor de servidor del Santo Oficio a critico empecinado del mismo.
  Muerto el 7 de febrero de 1823 en Madrid, Juan Antonio Llorente era el quinto hijo de don Juan Francisco Llorente y Alcaraz y de doña María González Mendizábal.
   En la localidad riojana cercana a Calahorra, Rincón de Soto, había nacido a las 9.30 del 30 de marzo de 1756. Y a sus veintinueve años de edad fue nombrado comisario del Santo Oficio en Logroño.
  
Era entonces un sacerdote de sólida formación: doctor en derecho canónico, abogado por el Real y Supremo Consejo de Castilla y miembro de la Real Academia de Sagrados Cánones, Liturgia e Historia Eclesiástica de España.
  Desde 1782 actuaba de provisor y vicario interino de la Diócesis de Calahorra. Ninguna ventaja económica ofrecía este puesto subalterno. Pero Llorente lo solicitó por la curiosidad de saber los secretos inquisitoriales.
  
También lo hizo para estar exento de la jurisdicción del obispo diocesano, circunstancia que se ha visto por experiencia influir mucho en el desarrollo de costumbres de algunos comisarios.
  
Esta razón es esencial; al final de su vida: luchando contra los inconvenientes del celibato eclesiástico, admitió públicamente no haber observado nunca la castidad que le imponía su condición de sacerdote.

 

Actividades

  La actividad de Llorente como comisario del Santo Oficio en Logroño fue, más bien, nula.
  La carrera de Llorente en la Inquisición empezó cuando le llamó a Madrid la duquesa de Sotomayor, camarera mayor de la reina, que le hizo encargado y albacea suyo, junto con los duques de Alba y de Montellano y el prior de Uclés, el futuro obispo don Antonio Tavira.
  Solicitó entonces el traslado de su título de comisario del Santo Oficio a Madrid y obtuvo del inquisidor general Rubín de Cevallos, el 30 de enero de 1789; el puesto de secretario supernumerario del Tripunal del Santo Oficio de la corte con mil maravedíes de sueldo.
  Este nuevo cargo le permitió participar en todas las actividades de la Inquisición madrileña, entonces relativamente importantes, ya que en 1790 asistió a tres procesos.
  Fueron éstos el del duque de Almodóvar, embajador de España en Viena; el del agustino Pedro Centeno, y el de un capuchino de Cartagena de las Indias, convicto de seducir a gran número de religiosas (según Llorente sólo dos se libraron por feas) a través del sacramento de la Penitencia.
   Aunque Llorente se sintió a veces molesto, como cuando presenció el prendimiento del coronel y literato Bernardo María de la Calzada, se comportó tan a la satisfacción de sus superiores que en 1790, el inquisidor general Cevallos le propuso para Inquisidor en Cartagena de Indias.
  Llorente no aceptó el ascenso. Mas no por escrúpulos de conciencia o reticencia alguna contra el oficio de inquisidor, sino, sencillamente, porque el cargo le impediría cobrar las rentas del canonicato que en febrero de 1780 el rey le concedió en Calahorra.
   Basándose en que Llorente no residía en Calahorra, los demás canónigos se negaron a repartir con él el importe de los beneficios.
   Varias veces intervino Llorente y se produjo incluso una carta del rey mandándole quedarse en Madrid para la instrucción del joven Conde Sotomayor.
   Mas para gozar de tan deseado beneficio hubo de volver en 1792 a Calahorra y conservar de manera honorífica su título de secretario (ya que olvidaba lo de supernumerario) de la Inquisición.
   Antes de dejar Madrid, sin embargo, fue testigo de un drama que le influyó mucho y le hizo tomar conciencia de la necesidad de reformar los procedimientos inquisitoriales.
   Se trata del suceso protagonizado por el francés Maffre des Rieux que, incapaz de soportar el aislamiento total en que la Inquisición mantenía a sus reos, se suicidó ahorcándose en su celda.
   En 1793, el jansenista Manuel Abad y la Sierra, nombrado inquisidor general, llamó a Madrid de nuevo a Llorente y le encargó un informe sobre los orígenes de la manera de procesar del Santo Oficio.
   Según la postura típica de la ilustración, se trataba concretamente de sentar las bases históricas de una reforma del modo de procesar inquisitorial.
   Llorente vio tan claro este punto que, al presentar su informe escrito a Abad y la Sierra, le propuso oralmente varias reformas, en su opinión imprescindibles.
  Abad le instó a proseguir las investigaciones para redactar un plan total de reformas del Santo Oficio. Pero en 1794, Abad cayó en desgracia. Lorenzana le sustituyó y Llorente tuvo que abandonar su proyecto.
  Este plan de reformas, pese a no haberse concretado, sirvió a Llorente para investigar en el archivo de la Suprema y de ahí nació su vocación de historiador de la Inquisición.
  Pero la confianza que le manifestó el jansenista Abad hizo de Llorente, para los adversarios de la secta, un sospechoso.
  Así en 1797, Llorente, que se había ganado la confianza de Godoy proponiéndole escribir una Historia de las Provincias Vascongadas destinada a refutar los derechos de los vascos a sus fueros, fue víctima de una intriga que urdió un tal Heros, secretario de la Inquisición y hermano del conde de Montarco.
  Heros, que había hallado en los papeles de la Suprema la orden de Abad a Llorente de redactar su plan de reformas del Santo Oficio, le pidió a Llorente ese proyecto para que su hermano pudiera presentarlo al Consejo de Castilla.
  Llorente hizo lo que se le pedía. Pero se encontró con Montarco, al que Heros habla recomendado que guardase silencio. Y como Montarco no le hablase de su trabajo, temió haber caído en una trampa. Por ello, no se sintió tranquilo hasta que, no sin dificultad, recobró su manuscrito.

 

La condena

  El discreto, aunque eficaz, apoyo de Godoy, al que Llorente se había dirigido, explica que el asunto acabara bien. Pero ya era Llorente sospechoso de simpatías jansenistas y de posible traición a la Inquisición.
  Prueba esta consideración que se le tenía, el hecho de aparecer como el más destacado teórico del mal llamado Cisma de Urquijo, justificando el famoso decreto del 5 de septiembre de 1799 sobre dispensas matrimoniales bajo el título de Colección diplomática.
  
Y así, cuando cayó Urquijo y el nuevo ministro de Justicia, Caballero, y la Inquisición persiguieron a los jansenistas (al obispo de Salamanca, Tavira; al limosnero del rey, Joseph Espiga; a los obispos de Murcia y Cuenca, López Gonzalo y Palafox), el Santo Oficio vigiló especialmente a Llorente.
  La Inquisición interceptó una carta de Llorente a la muy jansenista condesa de Montijo explicándole cómo burlar la vigilancia del Santo Oficio. E inmediatamente, el inquisidor general Ramón de Arce le mandó venir de Calahorra a Madrid.
  En Madrid, fue encarcelado Llorente en el convento de frailes dominicos del Rosario, mientras la Inquisición se apoderaba de todos sus papeles y correspondencia.
  Estimando que había traicionado el secreto a que le obligaban sus funciones inquisitoriales, la Suprema le condenó, el 12 de julio de 1801 , a la pérdida de sus títulos de secretario y comisario del Santo Oficio; a una multa de 50 ducados ya un mes de retiro en el convento de franciscanos recoletos del desierto de San Antonio de la Cabrera, a nueve leguas al norte de Madrid.
   A partir de esta condena -colofón ignominioso de una curiosa carrera inquisitorial-, Llorente se consideró víctima de una institución a la que habra aceptado servir.
   Había ingresado en ella sin saber en qué consistía su cargo y la experiencia le enseñaba la disparidad que existía entre la defensa de la fe auténtica y la práctica inquisitorial.
  Desde este punto de vista, es revelador el hecho de que, tras el suicidio de Maffre des Rieux, sólo volvió al servicio activo del Santo Oficio cuando fue inquisidor general Manuel Abad y la Sierra, un jansenista del que todos esperaban una reforma profunda del Santo Tribunal que le equiparase a los demás tribunales eclesiásticos.
    Llorente formaba parte de ese grupo de eclesiáticos españoles -Agustín y Manuel Abad, Tavira, López Gonzalo y Antonio Palafox- que deseaban una profunda reforma de la Iglesia española y, con ella, del Santo Oficio.

 

Con Napoleón

  Eran los mal llamados jansenistas, los que habían rechazado los principios tradicionales: ultramontanismo y escolasticismo, para abrazar aquellos otros de episcopalismo y regalismo en los que creían hallar la pureza de la Iglesia primitiva.(*)   
    Cinco años después de la penitencia del Santo Oficio, publicaba Llorente el primer tomo de  sus -tan documentadas como parciales- Noticias históricas de las tres Provincias Vascongadas.
    Por este primer tomo obtuvo una canonjía en Toledo con dignidad de maestrescuela en ese mismo año de 1806 y el título de caballero eclesiástico de la Real Orden de Carlos III en 1807.
    Por muy satisfactoria que esta situación le pareciera, la convocatoria de la Asamblea Nacional en Bayona al año siguiente, le abrió perspectivas insospechadas.
    Impulsado por su amigo Amorós, no vaciló en ofrecer sus servicios a Napoleón. El 30 de mayo le envió un Reglamento para la Iglesia española, en el que proponía se le aplicara la famosa constitución civil del clero adoptada en Francia en 1790.
    Llorente preveía explícitamente en dicho reglamento la supresión del clero regular, e implícitamente, de la Inquisición. Afirmaba que no debía quedar otro clero (...) que el episcopal y el parroquial.
   
En recompensa a su celo afrancesado, se le convocó a Bayona, donde se adhirió al principio de la libertad de prensa, mas no apoyó la supresión de la Inquisición que se contemplaba en el proyecto original de constitución redactado por Maret y omitida tras la intervención del consejero de la Inquisición Ettenhard.
    La contradicción es sólo aparente, ya que quedaba precisado que la Inquisición había de seguir la forma pública de los procesos eclesiásticos y que la libertad de prensa anulaba su actividad censora. Su reforma era, pues, satisfactoria para Llorente.
    La devoción de Llorente a la nueva dinastía le mereció el cargo de consejero de estado para los asuntos eclesiásticos y el de director de bienes nacionales.
    Así, en 1809 tuvo la extraordinaria suerte de hallar en el archivo de la Suprema documentos valiosos sobre el establecimiento del Santo Oficio en España.
    Entre ellos había una auténtica joya: las copias de todos los decretos pontificales relativos al establecimiento de la Inquisición en España.  
    Ante el partido que podía sacar de tan extraordinaria documentación, Llorente redactó una  Memoria que leyó en noviembre de 1811 en la Real Academia de la Historia.
    Se proponía efectuar una obra de propaganda  para demostrar que la opinión nacional de los  españoles se había resistido siempre a la implantación del Santo Oficio. Por lo que Napoleón hizo justicia al suprimirla en su decreto de Chamartín.

 

Los anales

  La tesis era indudablemente exagerada. Mas por vez primera se publicaban documentos fundamentales y, hasta entonces, totalmente ignorados.
  De esta forma, al discutirse la compatibilidad o incompatibilidad de la Inquisición con la Constitución, los propios miembros de las Cortes de Cádiz, tanto liberales como serviles, utilizaron ampliamente el trabajo de Llorente para justificar -históricamente también- lo bien fundado de sus opiniones,
   En aquel momento, ni siquiera pensó Llorente criticar a la Inquisición por su inhumanidad y por el número de víctimas que había causado. Lo que entonces resultaba intolerable no eran las hogueras de Torquemada (de las que tanto se hablará después, citando a Llorente), sino que el Santo Oficio se atreviera a menospreciar el poder real y la autoridad de los obispos.
  Regalista y episcopalista -y no humanista y liberal- era la crítica de Llorente contra el Santo Oficio. No habla diferencia entre el jansenista que había sido y el afrancesado que era.
  Confiando en el valor propagandístico de la Memoria de Llorente, el gobierno intruso la dio gran publicidad. Remitida solemnemente al rey por una diputación de la Real Academia de la Historia el día de la Asunción de 1811, se dio un amplio extracto de la misma en la Gaceta de Madrid, se publicó íntegra en las memorias de la Academia y en tomo aparte por Sancha en 1812.
  El gobierno encargó también a Llorente la continuación de sus investigaciones en los diversos archivos de la Inquisición suprimida. Así nació la publicación, en 1812 y 1813, de dos tomos de los Anales de la Inquisición de España, versión aumentada de la Memoria y anticipo de la monumental historia de la Inquisición.
  Hasta el último momento, cuando la Corte de José Bonaparte se retiró a Valencia y luego a Zaragoza, donde halló documentos tan preciados como el proceso de los asesinos del inquisidor Arbués y de Antonio Pérez, continuó su investigación Llorente hasta reunir una extraordinaria colección de monumentos históricos, como se decía entonces.

 

En Francia

  El papel destacado que desempeñó durante el reinado del intruso, no le permitía a LIorente esperar otro destino -en cuanto dejaran de protegerle las tropas francesas- que el de verse arrastrado por las calles hasta la muerte, atado por los pies, como les había ocurrido a otros sacerdotes.
  Por eso, en cuanto se enteró del desenlace de la batalla de Vitoria, huyó inmediatamente a Francia. Llevaba en su equipaje varias cajas repletas de esos papeles inquisitoriales a los que, desde entonces, consideró personales.
  Parte de esos documentos los vendió en 1821 a la Biblioteca Real de París (la actual Biblioteca Nacional Francesa) por la suma considerable de 2.000 francos.
  Ya en Francia, pensó proseguir la redacción de sus Anales de la Inquisición para ganarse la vida. Y, paradójicamente, sin perder la esperanza de obtener el indulto de Fernando VII (en repetidas ocasiones se lo pidio y en 1916 le ofreció un Arbol genealógico, muestra de la más baja adulación), nunca desistió del proyecto de escribir una historia de la Inquisición.
   Públicamente lo manifestó en el Magazin encyclopédique, en septiembre de 1814 y enero de 1815. Dirigía esta revista un miembro del Instituto de Francia, Millien.
  Tal declaración fue considerada prueba flagrante de su traición a España por el representante de Fernando VII en París, Diego Colón y por los más fanáticos adversarios de los afrancesados, como Carnerero en su Inquisición justamente restablecida.
  
En España, donde el restablecimiento del Santo Oficio había acompañado a la restauración borbónica, ese deseo de escribir libremente sobre la Inquisición fue muy contraproducente para Llorente. En Francia tampoco provocó un gran entusiasmo por parte de los libreros-impresores, que menospreciaron la oferta inserta en el Magazin encyclopédique. Llorente tuvo que esperar mejor ocasión.
  Esta oportunidad se la ofreció, involuntariamente, una intervención en la Cámara de los Diputados gala del ultrarrealista Clausel de Coussergues. Este, el 17 de febrero de 1817 , solicitó la supresión de las ayudas del gobierno francés a los refugiados.
   En ese discurso, ampliamente difundido después en 1.800 ejemplares, el diputado indicaba que todos los españoles refugiados eran infames partidarios del infame Buonaparte y que el gobierno galo les podía rechazar a España porque, en contra de lo que proclamaban, no corrían el menor riesgo por parte de la Inquisición.
   Para Clausel de Coussergues, la Inquisición restablecida era el más moderado de los tribunales, simplemente un Consejo de Censura que entre siglos había hecho menos víctimas que el furor revolucionario en Francia bajo el terror.
   
Esta afirmación de Coussergues, en un discurso refutado por el propio ministro del Interior, Lainé, y unánimemente desaprobado por la Cámara de los Diputados, era un simple incidente.
   Pero en el concierto de protestas que levantó (tanto por los españoles refugiados que publicaron una respuesta colectiva, como en la prensa liberal, como el Mercure de France, con Benjamin Constant a la cabeza) vio Llorente el provecho que podía sacar del asunto.

 

El «Suetonio de la Inquisición»


  
En Carta al señor Clausel de Coussergues, Llorente anunció su propósito de escribir una historia de la Inquisición. y para rebatir al diputado y ofrecer un adelanto de su futura obra, Llorente presentó un cálculo de Ias víctimas de Torquemada. Cálculo hoy celebérrimo, pero equivocado desde el punto de vista del propio autor, ya que hubiera podido deducir de las fuentes por él utilizadas un mayor número de víctimas.
  El Mercure de France recogió un extracto de la carta de Llorente y de sus cálculos de las víctimas de Torquemada. Con eso. Llorente no tuvo dificultades para publicar su Historia crítica de la Inquisici6n, y concluyó un acuerdo con la casa Treuttel y Würz, de difusión nacional e internacional.
  Se difundió un prospecto de la obra y una carta personal de presentación de la misma a 2.000 personas. La suscripción conoció un éxito fulgurante.
  Entre tanto, Llorente se esforzaba en redactar y hacer traducir por Alexis Pellier (un bonapartista vigilado por la policía) el primer tomo. Alcanzó 2.000 ejemplares de tirada, cantidad exorbitante porque la media era de 500 ejemplares.
  El abate Grégoire, ex obispo constitucional de Blois, que había aprobado la constitución civil del clero y el regicidio, vigilaba secretamente la empresa y corregía las pruebas.
  A su vez, la ultraderecha, ultrarrealista y ultramontana, inundaba de anónimos la prensa afín contra el proyecto de Llorente. La prensa liberal, en cambio, saludó entusiasmada la aparición de cada tomo. Así el Journal du Commerce, de Politique et de Littérature, llamó a Llorente el Suetonio de la Inquisición.

 

Contradicciones


  
En tal ambiente de polémica, el éxito no podía escapársele a Llorente. Los precios de la colección completa aumentaron en un 16,5 por 100; se publicó un cuarto tomo no previsto -y nada imprescindible-, y en 1818, cuando no se había publicado todavía el último tomo de la primera edición, se preparó otra tirada de 2.000 ejemplares: 4.000 ejemplares en dos años.
  Desde entonces fue Llorente un personaje en el mundillo literario parisino y la referencia a su Historia crítica de la Inquisición española, algo imprescindible.  No obstante, si la obra tuvo muchos compradores, muy pocos la leyeron o, al menos, fueron escasos los lectores que, como afirma Menéndez Pelayo, tuvieron el valor de llegar hasta el final.
  Lo que interesaba en la Historia crItica, no era tanto lo que decía Llorente como lo que permitía decir contra los ultrarrealistas de otra sociedad secreta, muy temida por los liberales franceses: Congrégation. Creyendo hacer una obra histórica, Llorente había hecho obra política.
  Muy pocos vieron (o quisieron ver) que su crítica contra el Santo Oficio no obedecía a ninguna postura filosófica o humanista, sino que era una crítica interna de la Iglesia que le llevaba a condenar al Santo Oficio por ultramontano y escolástico. No podía haber contradicción más palmaria.
  El éxito de su libro le proporcionó a Llorente una relativa fortuna y le mereció una reputación de escribor liberal y escandaloso a todas luces injustificada. Pero con envidiable sentido de la propaganda, Llorente sacó el máximo provecho de su reputación de autor de la Historia crItica de la Inquisición.
   
Políticamente, fue acercándose a esos liberales que hablan apoyado su crítica del Santo Oficio hasta comprometerse en una clandestinidad internacional por la que el gobierno francés, informado por su activísima policía, lo expulsó en diciembre de 1822.
   Pero ese compromiso liberal fue el resultado de una postura religiosa que se radicalizó hasta pedir en su Proyecto de constitución religiosa como parte de la civil nacional (1821 ), la separación de Roma de las iglesias nacionales y la adopción de un sistema de disciplina eclesiástica parecido al de los protestantes.
   Ahora bien, independientemente de su evolución posterior, su oposición al Santol Oficio tuvo siempre el mismo motivo. Su obra fundamental sobre la Inquisición no es, como los títulos pudieran hacer creer, esa Historia crItica, sino otro libro publicado en París en 1818: Consultas del Real y Supremo Consejo de Castilla y otros papeles sobre atentados y usurpaciones contra la soberanía del rey y su real jurisdicción.
   
En resumen, el odio de Llorente al Santo Oficio fue consecuencia de su regalismo. Y este regalismo se tornó estatismo cuando los reyes y los más fanáticos partidarios de la monarquía (Luis XVIII y los ultrarrealistas en Francia, Fernando VII y los serviles en España) lo abandonaron.
   Para un hombre del siglo XVIII como Llorente, el servicio a Dios de su Iglesia seguía siendo fundamental. Pero esa Iglesia había de ser nacional -servicio público y nacionalizado, que diríamos hoy-, totalmente independiente de Roma, cuyo obispo debía ser primus inter pares.
   
Esta era la razón de su férrea oposición al Santo Oficio español y quizá resida aquí la excepcional originalidad de Juan Antonio Llorente.

 

Juan Antonio Llorente(retrato de la primera edición francesa de la Historia Crítica de la Inquisición, 1817, por Vicente Velázquez Salvador). Derecha, párrafo final y firma con rúbrica de una carta de Llorente a Diego Clemencín, 7 de marzo de 1819.

 

 


 

 (*) Ultramontanismo, doctrina de los partidarios del pontificado enfrentado al poder imperial Se llamó así en el concilio de Trento a los partidarios de la confirmación de la Iglesia como monarquía sólidamente constituida
     Escolasticismo, es la filosofía basada en la escolástica, método de especulación teológica y filosófica que tiende, con la ayuda de conceptos filosóficos, a la penetración racional y a la sistematización de las verdades reveladas.
      Episcopalismo, teoría por la que la asamblea de obispos es superior al Papa.
     Regalismo, doctrina y política de los defensores de las regalías de la Corona sobre la Iglesia. En España se concretan en el patronato, el Pase Regio y otro tipo de intervenciones sobre las instituciones eclesiásticas.

Gerald Dufour

 


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